La navaja cortó en seco el incipiente grito que surgía de su garganta. Los ojos, acuosos por las lágrimas, temblaron un instante y se entrecerraron. Escondiendo tras ellos, el horror y la agonía del inminente final. El cuello se dobló hacia atrás, lentamente, casi con parsimonia y dejó a la vista la terrible herida que la afilada hoja había abierto. Un estertor rugoso y grave, acompañó al último suspiro exhalado por los pulmones, mientras pequeñas burbujas de aire se arremolinaban sobre el cálido torrente sanguíneo que brotaba con cada latido. Los hombros, los brazos y el torso danzaron espasmódicamente unos segundos y después quedaron vencidos. Al tiempo, que numerosas gotas de sangre descendían irremediablemente por la tráquea cercenada.
La mano dejó caer la navaja. La figura observo complaciente el cuerpo caído frente a ella y se inclinó contemplativa y curiosa. Con la emoción expectante, con la agitación de la primera vez y con la tranquilidad nacida de la experiencia otorgada por la rutina repetida. Acercó su rostro hasta el cuello y aspiró el metálico aroma de la sangre. Lamió la herida y saboreo el denso y salado flujo vital. Después y como tantas otras veces, en un rito casi orgiástico, acercó los labios y besó la amplia y rojiza hendidura que se abría como una grotesca sonrisa irónica.
Un sencillo y cálido beso, para dar las gracias por aquel único e intenso momento.
J. G. B. - 18 de Marzo de 2008
2 comentarios:
Interesante relato Igner, algo truculento pero también poético. De verdad que en mi opinión se merece un aplauso. Un saludo.
Hola Rafael.
Me alegra saber que te ha gustado. Estás invitado a volver cuando quieras.
Gracias por tus comentarios.
Hasta pronto.
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