Luna de sangre

Io, la primera luna de Júpiter, destacaba con especial intensidad a través de la escotilla de la nave de salvamento. Su rojiza superficie, salpicada de volcanes, aún era visible pese a la distancia. Y aunque la luz del sol desaparecía poco a poco tras la curva línea del horizonte, la cercanía del gigantesco planeta confería a su cara visible un aura irreal.

Dentro de la nave y enfundado en su traje espacial, el único tripulante que la ocupaba, manipulaba nervioso los controles para posicionar el vehículo en una orbita, que le permitiese abandonar el campo gravitatorio del satélite natural. A través del cristal del casco, su rostro se mostraba desencajado y sudoroso, preso de un reciente temor. Y su mirada, saltaba constantemente del panel de mandos a la ventanilla por la que se observaba el astro del que había huido tan precipitadamente.

Las manos del piloto se movieron con destreza y tras pulsar varios botones y accionar alguna palanca, la secuencia de reorientación del vehículo se puso en marcha. Un minuto después y tras rotar ciento ochenta grados, la nave ajustó su dirección hacia unas coordenadas específicas a dos días de navegación. El curso hacia la estación de salto GANÍMEDES había sido programado en la memoria del ordenador principal, y tan sólo restaba esperar a que los paneles solares acumulasen la carga inicial, que activaría la fusión nuclear del motor principal para alcanzar la velocidad de crucero; necesaria para trasladar a la nave y su ocupante hasta un lugar seguro.

Mientras los dígitos de la cuenta a tras, saltaban en una rítmica secuencia sobre la pantalla, el piloto cerró los ojos y respiró hondo. En ese momento las imágenes de lo ocurrido en los dos últimos días acudieron a su memoria, y el recuerdo de los compañeros que no habían podido escapar junto a él, provocó en su ánimo un acceso de ira, que lo llevó a cerrar con furia los puños frente a él.

En su mente se agolparon multitud de preguntas, pero por encima de todas, se abrió paso una de ellas. ¿Qué había matado al resto de la tripulación?


Seguir Leyendo...

Cuando tres meses a tras, la UAC (Union Aerospace Company) reclamó sus servicios como segundo piloto en la primera expedición de investigación geológica en Io, no pudo imaginar el trágico resultado que les esperaba a todos ellos. En ninguno de los posibles escenarios propuestos por los analistas aparecía un desastre de esas dimensiones. Los planes de contingencia ante posibles eventualidades cubrían desde averías técnicas de grado menor, hasta el traslado urgente de posibles heridos hasta la estación de salto más cercana. Pero la posibilidad de muerte de alguno de los integrantes de la tripulación estaba descartada, dado el alto nivel tecnológico existente y la más que sobrada experiencia en viajes espaciales de todos ellos. De hecho todo había ido conforme a lo previsto. El viaje hasta Io fue efectuado sin problema alguno, el aterrizaje posterior y la instalación de las cámaras de sustento vital, necesarias para proveer de oxigeno y medios habitables al grupo expedicionario, se realizó con relativa facilidad. Los primeros exámenes “in situ” del satélite y los primeros análisis del material extraído, auguraron un éxito sin precedentes, dada la riqueza mineral constatada. Todo había ido según los planes hasta aquella mañana, cuando tras regresar de un vuelo rasante para obtener imágenes de la próxima zona de excavación, halló los cadáveres.

Sus manos aún temblaban al recordar lo sucedido y aunque en ese momento miles de kilómetros lo separaban del lugar de los hechos, el temor aún acudía en oleadas hasta su mente, inmovilizándolo frente a la pantalla. Porque no había sido el impacto de la muerte de sus compañeros, lo que le había hecho correr despavorido a través de las instalaciones hasta la pequeña nave de salvamento para huir de allí, sino el estado en que encontró los cuerpos. Víctimas de una inusitada violencia asesina.

Todo había comenzado a complicarse cuando perdió la comunicación con la base de operaciones. De repente y sin que existieran signos de avería alguna, nadie respondía a sus llamadas. Sencillamente, el silencio se había adueñado de la radio. Preocupado por ello, había decidido volver sin finalizar su trabajo completamente. Tras aterrizar en la base, comenzó a observar los primeros signos de que algo no iba bien. Algunos objetos aparecían caídos y destrozados. Varios paneles de observación habían sido derribados y en un par de accesos, la iluminación había desparecido. Extrañas manchas parduscas formadas por un desconocido material viscoso se encontraban dispersas por el suelo y las paredes, sobre las mesas y los objetos, y junto a ellas aparecían otras de color rojizo. Alguno de sus compañeros había dejado las huellas de sus botas al correr precipitadamente y éstas desparecían de repente, borradas por una mancha de mayor extensión. Tras recorrer el último tramo de un pasillo que comunicaba con una sala utilizada habitualmente como zona común, encontró al resto de los integrantes de la misión, o al menos encontró lo que quedaba de ellos. La visión fue tan impactante que durante varios segundos permaneció de pie, en silencio, observándolo todo inerte, con la mente vacía de cualquier pensamiento. Después y cuando su cerebro volvió a tomar el control de su cuerpo, tan solo gritó. Gritó una y otra vez. Gritó hasta que sus pulmones quedaron vacíos, hasta que su garganta no pudo más. Y luego corrió. Corrió sin mirar atrás. Sin importarle si entre aquellos trozos de carne y bajo los miembros sanguinolentos quedaba alguien con vida. Corrió sin dejar de gritar y aún lo siguió haciendo cuando la pequeña nave de salvamento se elevó hacia la oscuridad del firmamento, mientras las estrellas centelleaban a su alrededor.

¿Qué desconocida y monstruosa bestia podía haber provocado aquella carnicería? ¿Es que acaso existía vida en aquella tenebrosa luna en orbita a Júpiter? ¿A qué brutal y despiadado enemigo se habían enfrentado sus malogrados compañeros? Su mente no alcanzaba a dar forma a aquello que aguardaba oculto en algún lugar de Io, pero la sola idea de que pudiese haberlo encontrado frente a él, le hacía llorar de terror. Cerró los ojos y entonó una oración mientras la nave seguía su curso imparable.



Fuera de la cabina, una larga antena de varios metros y veinte centímetros de grosor, utilizada como boya de posicionamiento, sobresalía bajo el casco de acero. Agarrada a ella, una oscura y extraña forma se mantenía fuertemente sujeta. En la prominente protuberancia que la coronaba, un vidrioso globo ocular parpadeó dos veces y después se cerró. Acto seguido la forma se encorvó y tensó sus miembros preparándose para el largo viaje.


J. G. B. - Septiembre, 2007

Nilaia

El sol abrasador castigaba fieramente a las dos figuras que avanzaban pesadamente por la llanura. El orbe parecía sonreír con ironía mientras frenaba el avance del caballo y la llanura desierta de vida, se hacia eco del lamento, de la ausencia y la soledad.

El animal avanzaba lentamente, con un andar pesado, resignado, con la seguridad que nace del dolor conocido. Tropezaba a cada instante y aunque parecía tan débil que podía derrumbarse de un momento a otro, continuaba caminando, obstinadamente, buscando quizá el final del camino para detenerse y descansar, para no sentir más la carga que llevaba.

Sobre la montura, un viejo caballero se mantenía encorvado. Agarraba las riendas de su corcel con fuerza, con manos sarmentosas y con la espalda doblada por el peso del hastío. El pelo enmarañado le caía sobre la frente surcada de arrugas, los ojos tristes de mirada perdida, la respiración lenta, los labios apretados. El sudor bañaba su cuerpo y el dolor y el cansancio recorrían cada una de las fibras de su piel. Pero hacía tanto tiempo que ambos eran compañeros de viaje, que se había acostumbrado a su presencia.

El caballo volvió a tropezar y el jinete detuvo el paso. El animal se mantuvo inmóvil mientras el calor envolvía su piel. Las crines caían sobre su cuello cubiertas de polvo y sus patas temblaban por el cansancio. Agachó la frente, rendido por el penetrante sol y esperó a que su señor decidiera.

El caballero se enderezó con esfuerzo sobre la silla. La vieja y gastada armadura pesaba demasiado. La llevaba desde hacía tanto que se había convertido en su segunda piel y aunque lo había defendido en incontables batallas, algunas veces anhelaba desprenderse de ella y liberarse de su opresión. La espada colgaba de su cinto. Era larga y afilada, pero las huellas del tiempo habían dejado su marca y en algunos lugares la herrumbre y el desgaste se apreciaban profundamente. Antaño había brillado, había deslumbrado a sus enemigos, había sido temida. Engarzada de luz y adornada de gloria, había sido levantada tantas veces que su solo nombre causaba respeto. Ahora, la apatía, el hastío y el tiempo la habían apagado y raras veces era desenfundada.

Seguir Leyendo...

El jinete miró al animal, acarició sus crines y percibió el cansancio del caballo, tan parecido al suyo. Hacía tanto tiempo que estaban juntos que no recordaba una vida sin su corcel, como si al nacer ya hubiesen sido uno. Como si jinete y montura formaran un único ser que se complementase y se comprendiese. Con el que poder hablar en la oscuridad de la noche, en la soledad compartida. Con el que llorar o reír, con el que compartir sueños y esperanzas, con el que vivir, aunque nunca se obtuviese una respuesta. Alguien tan afín que mirarlo y hablarle equivaldría a verse reflejado, como si de un espejo se tratase.

El jinete miró ahora a un lado, al Oeste. La llanura se extendía ininterrumpidamente hasta alcanzar los pies de unas cumbres lejanas, oscuras, calladas, amenazantes bajo un cielo gris. Las nubes que cubrían el Oeste eran negras, densas y asfixiantes. Él las conocía muy bien, no en vano había vivido allí. Eran su pasado.

Un pasado preñado de derrotas gloriosas, de victorias calladas, de luchas sin causas, de causas no seguidas y de vidas perdidas. Porque perdidas son las vidas que no se viven. Un pasado de sueños soñados, de ilusiones dormidas, de visiones de futuro, de un futuro que no llega. De lamentos llorados, de risas oprimidas, de cantos sin voz, de voces que no cantan, de almas buscadas y de la traición encontrada. Un pasado en definitiva, que había marcado su mirada y había hecho florecer las nieves en su cabello.

Un pasado colmado del dolor propio y ajeno, del que se siente en la propia carne, del que se sufre en el alma propia. El que nace de la agonía del ser querido y que penetra muy dentro del corazón. Aliado de la impotencia, compañero de la soledad, amante del desengaño, hijo del lamento, hermano incestuoso de la envidia, padre de la resignación.

Un pasado que le había negado el derecho a ser él mismo. Un pasado que le había robado preciosos instantes y que como avaro, le había cobrado un alto precio por escasos momentos de felicidad. Un pasado que se resistía a ser olvidado.

Una visión fugaz cruzó la mente del viejo luchador y durante un instante, recordó imágenes pasadas, risas y alegrías compartidas, caras ya olvidadas. Como retazos de una vieja historia en boca de un trovador, se vió a sí mismo en antiguas andanzas, cuando aún el soñar no era una libertad olvidada por el destino. Cuando el mundo de los hombres aún no había impuesto sus frías garras sobre él. Cuando las normas y las leyes aún estaban engañosamente adornadas con el velo de la justicia. Cuando la libertad era un preciado sueño que al ser amado, daba a luz infinitas semillas, cuyos nombres sonaban hermosos al oído del alma. Amistad, Lealtad, Comprensión, Solidaridad, Compasión, Amor. Pero que al madurar tornaban sus nombres por otros más oscuros y fríos. Enemistad, Traición, Intolerancia, Indiferencia, Avaricia, Odio.

Recordó y el recuerdo fue amargo porque amargo es el pensamiento de lo que pudo ser y no fue. Amargo como el sabor de la desesperanza, del error repetido, de la puñalada amiga, de la victoria en soledad, de un adiós compartido, de un amigo que se va.

Miró de nuevo a su caballo y sonrió. Con la sonrisa sarcástica que nace del desengaño. Cerró los ojos y aspiró hondo. Musitó un nombre para sus adentros y se irguió sobre la silla. Endureció su mirada, al tiempo que agarraba las riendas y se decía “Bien viejo amigo, es hora de continuar, el destino, tú y yo.”. El caballo alzó la cabeza y piafó, y el jinete respondió “Cierto amigo, cierto. Ante la adversidad, Rebelión”. Espoleó a su montura y el corcel inició el trote.

Ahora el caballero sonreía. Miraba al Este.

El Este. Mágico lugar aún no hollado. Deseado con impaciencia. Amado sin ser conocido. Esperado con ansiedad. Vivido solo en los sueños. Un luminoso y cálido cielo de color azul lo esperaba allí. El Este. El futuro.

Pero no, aún no. Aunque su alma era llamada con insistencia, aún no podía emprender ese viaje. No en soledad. No desde que un sueño se elevó por encima del resto y anido en su corazón. No desde que su alma inquieta quedase presa de unos ojos, de una voz. No desde que una alegría antigua, casi olvidada, viniese de nuevo a habitar en él. No desde que el destino, entretenido jugando con el azar, olvidase fustigar la existencia de aquel simple hombre. No sin Nilaia.

-Nilaia, mi dulce Nilaia. -Musitó como en una plegaria.

Siguió recto sobre la llanura, con la mirada puesta al Norte. Ese Norte al que siempre se dirigía, pero que esquivo como la luna entre las hojas de un árbol, se resistía a ser alcanzado.

Avanzó presto, sin prisa pero sin pausa. Sabedor de que el destino burlón podía en cualquier momento volver a posar la mirada sobre él y cruel como sabía serlo, confundir sus pasos e impedir alcanzar lo que tanto amaba.

-Nilaia -se dijo-, te amo. Allá donde te encuentres, me reuniré contigo. Así tuviera que cruzar el valle de los lamentos, avanzar por los senderos del dolor, navegar por los mares de la oscuridad, escalar las cumbres de la desesperación o vagar por las grutas del tormento. Aunque todas las hordas del infierno viniesen tras de mi, nada me impediría volver a ver la luz de tus ojos, nada impediría que te tomase de la mano y te mirase, nada me impediría estar a tu lado.

Ante el recuerdo de su amada se irguió aún más en la silla, la mirada serena, el porte orgulloso. El caballo levantó el cuello y relinchó. Y el sonido se extendió ensalzando el pensamiento del jinete. “Nilaia”.

El corcel avanzaba ahora ligero, como un joven alazán brioso. El caballero, sobre la montura, con la luz de su pasión en los ojos, el nombre de su dama en los labios y el rostro de su princesa en la mente, cabalgaba sin temor.

-Nilaia, mi dulce Nilaia, llegaste a mí como el embriagador aroma del vino. Como la luz del sol entre las nubes. Como la brisa a la orilla del mar. Como el roció al amanecer. Como el calor de una hoguera en el invierno. Como la primavera tras las nieves. Casi sin darme cuenta. Eres mi dama, mi señora, mi princesa, mi reina, mi hada, mi diosa. Eres todo y todo lo que tú eres, es lo que yo amo.

El caballero volvió a mirar al Este. Sonrió y gritó,

-¡Espérame futuro! Llegaré a ti y no llegaré solo. Y si no quieres esperarme, no lo hagas. Te encontraré, te escondas donde te escondas. Porque el futuro no es de uno sino de dos y si cuando te veamos no nos gustas, ¡Ay de ti! Te cambiaremos, te inventaremos, te daremos forma, te pondremos la cara que más nos guste, te vestiremos cada vez que queramos, te renovaremos, te mataremos y te daremos vida. Porque has de saber que no somos marionetas de tu juego sino amos de tus hilos.

El jinete regresó la mirada al Norte y juró,

-¡Nilaia, mi dama, mi señora. Por ti soy y hasta ti llegaré!


J. G. B. - En algún momento de 2001

Melinda "zanahoria"

Melinda parpadeó una vez y la luna se volvió rosa. Parpadeó una segunda vez y a la brillante superficie del astro le salieron lunares verdes. En la tercera ocasión, una amplia sonrisa se dibujó en la cara visible del satélite. Tan amplia como la que mostraba el rostro de la señorita Beaumont, al comprobar lo avanzada que la pequeña se encontraba en el uso de la magia gesticular.

—Espero que hayáis prestado atención —Dijo la profesora al resto de la clase. Y a continuación agregó—. Deberíais aprender de Melinda en lugar de perder el tiempo con juegos tontos e inútiles.

Esa última frase la había pronunciado con especial énfasis, dirigiendo una mirada reprobatoria hacia la figura de Nicolás; el más torpe y haragán de todos los estudiantes que asistían a su clase.

—Para mañana quiero que os estudies la fórmula magistral para llamar a la lluvia. Y quiero que os la sepáis de memoria. Sílaba a sílaba. No quiero errores a la hora de entonar el cántico.

A su memoria vinieron las imágenes de la última ocasión en que intento enseñar a un grupo de alumnos el uso de la citada fórmula, y del terrible tornado que fue desatado por error.

—De hecho y para aprovechar el tiempo, vamos a dedicar la última media hora de la clase a leer el capítulo en cuestión. Abrid el libro de magia por la página 143 y comenzad a leer en silencio.

Todos los alumnos obedecieron a regañadientes y se pusieron manos a la obra con desgana. Todos menos Melinda, que con una pícara sonrisa en los labios dejó pasar las páginas del libro hasta llegar a la indicada y leyó vorazmente el contenido de la misma. Segundos después cerró el grueso tratado de magia y entornando los ojos memorizó las palabras que formaban el cántico. Cuando poco después los abrió, un ligero pero perceptible brillo emanaba de las pupilas de sus profundos ojos verdes. La señorita Beaumont, que no había quitado ojo a sus ademanes en todo momento, no pudo evitar sentir un leve temblor. Pues supo instintivamente que su joven alumna había comprendido en un instante la naturaleza de la fórmula y su modo de uso. Y aquello le provocó un sentimiento de envidia y admiración.

Envidia, porque la pequeña pelirroja a la que sus compañeros de clase llamaban “zanahoria” por el color de su pelo, tenía un poder innato para la magia. Y admiración, porque si a tan joven edad ya era capaz de comprender y controlar sus poderes, qué no lograría cuando alcanzase la edad adulta.

Sólo el tiempo lo diría, pero en aquel momento la señorita Beaumont supo que se encontraba frente a la que habría de ser, una de las más grandes entre todas las brujas.

J. G. B. - Octubre, 2007

Rosas de Jericó

La lluvia cae en este frío y gris atardecer. La lluvia moja mi piel y mis ropas, y en un último instante, limpia parte del barro que cubre mis manos. La lluvia se derrama lentamente sobre la tierra. Como si un ángel resignado, llorase con lágrimas conocidas por un dolor antiguo. La lluvia también me oculta, me esconde, me aísla y guarda en secreto la angustia que embarga mi alma. Esta lluvia que hoy ha venido como agua que ha de lavar los pecados que fueron y los que están por llegar.

La lluvia sigue cayendo a mí alrededor. Y en el jardín donde ahora me hallo, las verdes hojas de las plantas, se extienden elevándose hacia el cielo como en una plegaria. El jardín donde me he estado afanando la última hora y que tan gratos recuerdos me trae. Aquí, en este lado de la cerca donde florecen las rosas de Jericó, que con tanto amor mi madre cultivaba.

Recuerdo cómo lloré el día en que los bellos y coloridos pétalos de la flor, se volvieron mustios y murieron. “No te preocupes mi niña”, me consoló mi madre con dulzura, “un día las veras florecer de nuevo. Esta es la flor de la resurrección y llegado el momento, la vida volverá a ellas bajo la lluvia”. Hoy, las rosas de Jericó vuelven a abrirse para mí. Sé, que de algún modo, éste es un signo premonitorio que anticipa lo que está por llegar. Pero todavía es pronto para sonreír. Aún no.

Sigo aquí afuera, bajo la lluvia. Erguida e inmóvil, con los brazos caídos, victima del hastío de una vida que no me fue dada elegir. De una vida impuesta a modo de castigo y que como burlesca mofa del destino, hube de habitar y vestir. Como el nicho que se ocupa y que es la más odiada posesión del cadáver que en él descansa.

Miro desde lejos y puedo ver la luz de la cocina a través de la ventana. Veo la cortinilla de tela recia, girar y golpear a capricho del viento contra el marco de madera. Miro y sé que él me está mirando. Con esa mirada ciega y vacía que nace del odio y la maldad. Me mira sin verme, sin abrir siquiera los ojos, pues es su alma oscura y desnuda la que me observa. Como siempre lo ha hecho. Con avaricia y ansia.


Seguir Leyendo...

La puerta del porche golpea de cuando en cuando, empujada por el húmedo viento. Y los oxidados goznes chirrían con cada movimiento. El pasillo al que conduce está en penumbra, pero a través de él puedo escuchar los intermitentes sonidos de una radio mal sintonizada. Eso, y los murmullos inconexos de una garganta que no descansa, que no cede en la crítica y el insulto. Oigo las voces cuando el murmullo se eleva por encima del viento y oigo los golpes en la mesa, sabedora que su intensidad determina el grado de su furia.

Miro hacia el cercado de madera y observo que nada se mueve en las proximidades. No he de temer que sus ofensas puedan provocar un escándalo ante los vecinos. Pues sin duda alguna, éstos no vendrán aunque les implorase auxilio. Lo sé demasiado bien. Lo he visto y lo he leído en sus caras, cuando tras una noche en vela, asustada y recluida en un rincón, he pisado la calle y me he tropezado con ellos. ¡Dignos y decentes vecinos, que no te ofrecen ni tan siquiera una palabra amable, y que tan solo te dejan ver de ellos la mueca distante de un olvido condescendiente! “Es tu problema” parecen decir. “Estás sucia y manchada” me escupen a la cara, parapetados tras una sonrisa ensayada. Pero sus miradas lo dicen todo. Te escuecen en la piel y te desgarran el alma. Y cuando vencida, agachas la mirada, ni siquiera te conceden el derecho a una retirada compasiva.

Sí, nadie va a venir y eso es mejor. La lluvia no cesa y mis ropas están ya completamente mojadas. A pesar del viento y de la humedad no siento frío en mi piel. Adelanto un pie y luego otro y me dirijo lentamente hacia la puerta. Despacio, sin prisa, con una emoción creciente que hace temblar a mis manos y me ahoga la garganta. Con esa sensación dolorosa en el estomago, que te arrebata los sentidos y que hace palpitar el corazón. Con miedo, con mucho miedo. Miro hacía atrás y veo el oscuro horizonte más allá y me pregunto si quizás no existirá un lugar allí, donde poder descansar. Regreso la mirada a la puerta del porche y entro en la casa.

La lluvia queda fuera. Dentro solo está el dolor.

Un pasillo se adentra en el interior, una escalera sube hasta el primer piso y otro pequeño acceso conduce a la cocina. Tanto el pasillo como la escalera están a oscuras. La única luz en la casa procede del otro cuarto. Me acerco hasta la puerta y puedo escuchar con más claridad el sonido de la radio. Parece música, aunque es difícil distinguirla de cualquier otro ruido. El olor a tabaco se extiende y algunas volutas de humo flotan en el aire. Acerco mi mano a la puerta y empujo despacio la hoja de madera. Tras ella y sentado a una mesa en el centro de la cocina, está él.

Al notar mi presencia, levanta los ojos y me mira. Con furia y rabia. En silencio pero insultante. Sobre la mesa, un plato de comida fría y un cenicero. A su lado una botella de vino barato y un vaso medio lleno.

Me adentro en la habitación y me acerco junto a la ventana. Él me sigue con la mirada, recorriendo todo mi cuerpo de arriba abajo. Después sonríe maliciosamente y da un largo trago al vaso de vino. Miro por la ventana y veo como la lluvia cae generosa sobre la tierra. Afuera, la oscuridad y el vaho que impregna el cristal, impiden ver con claridad cualquier movimiento del exterior. Eso está bien.

Me vuelvo y lo miro. Veo cómo me observa, cómo concentra su atención en mis caderas y pechos. Veo sus ojos vidriosos y me imagino lo que piensa. Ahora su mirada asciende y tropieza con la mía. Le sostengo un pulso momentáneo y cuando compruebo que la agresividad aparece en sus pupilas, desvío la vista y miro el suelo.

La furia ha salido al exterior. No debía haberle provocado visualmente. Ahora golpea con fuerza en la mesa. El vaso se ha volcado derramando el vino y la botella tiembla, sostenida en un precario equilibrio. Me insulta. Me llama cosas terribles. Su voz se eleva y mientras, sus miradas me atraviesan de lado a lado. Hilillos de baba escapan de su boca con cada grito, con cada injuria. Otra vez golpea la mesa. ¿Cuántas veces lo habrá hecho en todos estos años? Mi memoria va unida a ese sonido. Golpes sobre la mesa e insultos. Quejas y ofensas. Aún recuerdo como si fuese ayer, como si fuese hoy; las veces que mientras él la ofendía de una y mil formas posibles, mi madre, en silencio y con los ojos resecos de tanto llorar, ponía la mesa para la cena y recogía del suelo, los restos de comida que durante la discusión, él había tirado. Aún lo recuerdo y me asalta a la retina; las veces que en mi presencia, él la golpeó, la humilló y la hundió en un pozo del que no pudo salir. Hasta que un día, en el que también llovía, me cogió de la mano y me llevó al jardín. Allí me habló de sus rosas, de lo orgullosa que estaba de ellas y de cuánto las iba a echar de menos. Me dijo que me quería y después se fue.

La encontraron al atardecer, junto al río, sin vida.

Desde entonces estoy sola. Sola con él. Y desde entonces conozco el rostro del miedo y el dolor.

Ha dejado de golpear la mesa y ahora se queja de mí. Se lamenta de lo injusta que la vida ha sido con él. De que el destino le arrebató a su amada esposa y la injusticia se cebó con él. ¡Hipócrita! ¡El verdugo lamenta la perdida de su prisionero! ¡El cazador llora la muerte de la presa a la que a dentelladas a arrebatado la vida! ¡Maldito sea él y maldita sea yo, que no salté a su garganta y ahogué su furia con mis propias manos! ¡Maldita, por no haber clavado mil puñales en su negra alma y no haber arrancado su retorcido corazón!

Ya no grita. Tan solo bebe. Lo miro en silencio, apoyando las manos en la pared tras mi espalda. Él me vuelve a observar. Pasea su mirada por mi húmeda piel. Recorre cada milímetro de mi cuerpo con sus ojos. Baja por mi cuello hasta el nacimiento de mis senos. Se detiene, se recrea en la visión. Saborea mentalmente lo que ya conoce bien. Continúa después hacia mi cintura, adivinando la turgencia de mis pechos, la calidez de mi tacto. Alcanza mis caderas y sonríe lujurioso sin apartar sus ávidos ojos del triangulo de mi entrepierna. Lo veo respirar, jadear en silencio, mientras el sudor aparece sobre su frente y sus manos. Un sudor frío y pegajoso. Cuántas veces lo habré sentido sobre mi propia piel, cuántas otras, el avinagrado aliento de borracho que escapa de su boca, habrá inundado mi rostro. Demasiadas.

Interrumpo su insano placer con un comentario brusco y simple. Eleva su mirada hasta mi cara y pregunta qué he dicho. Espero unos instantes antes de repetir la frase. Después le repito que he encontrado algo. Molesto por la interrupción, me pregunta por ello. Le respondo que en el jardín, junto a las flores de mamá, he hallado algo extraño. Una especie de cofre pequeño de madera, muy parecido al que mamá utilizaba como joyero. Sus pupilas se dilatan ante la posibilidad de que exista algo de valor a su alcance. ¡Maldito! Ni siquiera recuerda, que a mi madre la enterramos con su caja de música favorita. Aquella que utilizaba para guardar sus escasas joyas. ¡Cómo iba a recordarlo, si estaba borracho! Dejo que crea que la caja es la misma e incluso afirmo que pesa bastante. Ahora su atención es mayor. Apaga el cigarro y apura de un trago el vino que queda en el vaso. Se levanta y camina con torpeza hacia mí. Está borracho. Mejor así.

Me separo unos metros de él, anticipándome a salir de la cocina. Lo espero en el pasillo y cuando oigo sus pasos, salgo al jardín. Él me sigue detrás. La lluvia sigue cayendo con fuerza.

Camino despacio hasta el cercado de madera, donde mamá cuidaba sus flores y donde la vi por última vez. La noche es cerrada y apenas si puede distinguirse alguna silueta en la oscuridad. De esta forma llega hasta mí, maldiciendo a la lluvia y maldiciendo el nombre de mi madre. Se queda parado ante la cerca sin saber donde mirar. Le indico las flores frente a mí y sin pronunciar una sola palabra le señalo una profunda fosa cavada recientemente. Se acerca al borde de la misma sin percatarse de nada. Mientras, junto a mí y clavada en el suelo, está la pala con la que hace un rato extraje la mojada tierra del jardín y preparé el agujero.

Él sigue mirando sin entender nada. Buscando ansioso su valiosa caja en la oscuridad. Ahora tomo entre las manos el mango de la pala y me acerco despacio. Estoy detrás de él. Veo su figura achaparrada y cruel. Veo su cabeza e imagino cómo debe ser una vida en libertad, sin dolor ni angustia, sin temor a que la puerta de mi habitación se abra durante la noche.

El sonido metálico de la pala al golpear en su cráneo es acompañado por la amorfa caída de su cuerpo en el interior del agujero. Me acerco al borde y lo miro. Tosca y lentamente, con debilidad y algún que otro espasmo, su cuerpo aún se mueve, tiembla y araña la tierra bajo él. Con suma tranquilidad me acerco hasta la otra orilla y empuño de nuevo la pala. Me detengo un instante y observo a mí alrededor. Nadie ha oído nada. La lluvia y la oscuridad son mi manto y mi disfraz. Regreso la vista hasta su cabeza y golpeo varias veces con el filo de la pala hasta que deja de moverse. Después simplemente alzo la mirada y respiro profundamente. Nunca más, me digo a mi misma, nunca más. Después permanezco bajo la lluvia, lavando mi alma.

...

He terminado de rellenar la fosa con la húmeda tierra del jardín. Cuando amanezca y gracias al agua caída, no se apreciará nada extraño. Mañana, las rosas de Jericó habrán florecido de nuevo. A mi madre le gustaría verlas. Es una pena que tenga que llegar el día en que estas flores tengan que volver a morir, pero ahora sé que tan solo es momentáneo, y que volverán a resucitar cuando regrese la lluvia. Para entonces ya no estaré aquí.

Ha dejado de llover y está amaneciendo.

J. G. B. - Marzo, 2006

Al dar las doce

La aguja pequeña del viejo y gastado reloj de pared, se desplazó con un leve y tembloroso movimiento, para marcar las once y cincuenta y cinco minutos de aquella fría noche de invierno. Frente a él, en la oscuridad del salón, rota tan solo por la luz de una farola que se filtraba a través de las ramas del árbol erguido frente a las puertas del edificio, esperaba impaciente un anciano, sentando en el alto y antiguo sillón de color verde que presidía la sala común de aquella residencia de la tercera edad. Vestido con un arrugado pijama y calzando unas zapatillas de andar por casa, el nervioso hombre había conseguido abandonar su dormitorio sin ser visto por el personal del centro. Y animado por el resto de los ancianos y ancianas que compartían vida en aquel triste lugar, cruzó el oscuro pasillo aquella noche, en busca de lo que otros habían tenido la suerte de experimentar en ocasiones anteriores. Algo, que les había devuelto las ganas de vivir y de reír. Y que milagrosamente les había rejuvenecido el espíritu y curado más de un mal. Algo que según contaban, no podía ser descrito, ya que no existían palabras para expresarlo. Algo, que en ciertas noches, elegidas por un misterioso y desconocido azar, ocurría tan solo, para quién estuviese sentado frente al viejo reloj de pared del salón, al dar las doce de la noche.

El viejo hombre lanzó una mirada nerviosa a la puerta de acceso al pasillo y tras confirmar que ningún ruido procedía de aquel lugar, devolvió toda su atención al reloj. La manecilla continuaba con su lento girar, mientras en la mente del anciano surgía una cascada de imágenes y pensamientos. ¿Qué sería lo que los demás habían visto? ¿Y si no ocurría nada? ¿Por qué avanzaba tan despacio el tiempo? ¿Vendría alguien a por él? Y en ese caso ¿Quién sería? Era tal el cúmulo de emociones que algunas gotas de sudor aparecieron en su frente. De pronto y sin aviso previo, un chasquido metálico se escuchó en la habitación. El reloj acababa de dar las doce de la noche.

Una delgada y fina línea recta comenzó a relucir en la pared frente a él y poco a poco se fue ensanchando. Una suave calidez se extendió por el salón y un débil pero perceptible olor a jazmín llegó hasta él. El anciano miró hacia todos los lados, sonrió nervioso y emocionado, y se inclinó hacia delante para observar con mayor claridad.

La luminosa línea se fue expandiendo hasta alcanzar el tamaño de una puerta, y después perdió su intensidad. Cuando desapareció, en su lugar tan solo quedaba un umbral. Al otro lado una inmensa luna de verano, arrojaba su mágica luz sobre una ladera de la que surgía un plateado puente de piedra, que a su vez saltaba sobre un rió de aguas cristalinas. Más allá un imponente bosque mecía sus ramas al son de una ligera brisa.

El hombre miró ensimismado y la luna se reflejó en sus pupilas, observó el rió y tuvo sed de su refrescante agua, miró al bosque y quiso pasear en su interior. De repente el anciano fue consciente de la presencia de algo al borde del umbral. Un ser o criatura, que se asomaba y lo miraba desde el otro lado. De pequeña estatura, largo y aterciopelado cabello y profundos ojos azules. El extraño ser tendió su mano y lo llamó por su nombre sin mover los labios. El viejo hombre se puso en pie. Dio un primer paso y tras él, un segundo. Después se detuvo, giró la vista en dirección al oscuro y frío salón que formaba parte del triste mundo en el que vivía y tras ello, devolvió la mirada hacia el hueco de la pared. Alzó la vista hasta la inmensa luna que coronaba aquel mundo de fantasía y con una profunda sonrisa en los labios cruzó al otro lado.

J. G. B. - Septiembre, 2007

El espejo

Me han dicho que tengo que escribir un relato. Me han dicho que lo debo escribir a mano y que no debe de pasar de un par de hojas. Todo ello para una especie de concurso o algo así. Algo particular, entre amigos y sin más animo que el de pasarlo bien.

Lo cierto es que no he pensado en ninguna temática concreta. No surgen las palabras en la mente como en otras ocasiones. No se hilvanan las frases tejiendo el cuerpo de la narración como si de un ajustado vestido se tratase. Y las ideas que se agolpan en mi cerebro, se ahogan antes de transformarse en conceptos que dibujen una historia sobre el papel. Quizás todo ello se deba a que en el fondo de mi conciencia, en el rincón más oculto de mi memoria, y en los desconocidos recovecos de mi subconsciente, aún late el más primitivo de los temores. El cual me impide pensar en otra cosa que no sea el origen del mismo.

Me han dicho que debo escribir una historia y que no debe superar las dos hojas, aunque si cuento ésta, necesitaré algo más de papel.

Todo ocurrió hace unos días. Concretamente el viernes por la noche. Hoy es domingo y apenas si he podido dormir durante el fin de semana. Mi estado es lamentable, por lo que me han preguntado si estoy enfermo. Yo he respondido que debo haber agarrado algún resfriado en este otoño que acaba de empezar. Pero lo cierto es que la causa de mi desastrosa imagen es la falta de sueño. Eso y el miedo. Miedo a dormir y a que esa cosa, esa monstruosidad, esa imagen que habita al otro lado me atrape desprevenido y cumpla lo que me prometió que iba hacer conmigo.

Pero me desvío del tema y me voy por las ramas. Es lógico, ya que apenas si puedo concentrarme. Intentaré hacer un esfuerzo y pondré sobre el papel todo lo que me ocurrió y todo lo que vi, con la esperanza de encontrar algún elemento pasado por alto y que pudiera darme alguna esperanza.

Eran aproximadamente las dos de la mañana, cuando el viernes pasado regresé a casa después de haber tomado unas copas con los amigos. Abrí la puerta y sin más dilación me dirigí al dormitorio. Estaba muy cansado y quería dormir. Al día siguiente debía levantarme temprano, ya que a pesar de ser sábado tenía que trabajar. Entré en mi cuarto, me desvestí, y sin pausa alguna me metí en la cama y me dormí. Debieron pasar un par de horas en las que tuve un sueño nervioso e intranquilo, posiblemente debido a alguna copa de más. El caso es que cuando dieron las cuatro en mi reloj, algo me despertó de golpe.


Seguir Leyendo...

Durante unos breves instantes permanecí erguido sobre el colchón, con el oído atento a cualquier sonido, el corazón latiendo a toda velocidad y los ojos muy abiertos. Pero en la oscuridad a mí alrededor no pude apreciar imagen alguna y el denso silencio que me envolvía, no me proporcionó pista alguna sobre lo que podía haber ocurrido. En un principio pensé que algún mueble en mi casa debía haberse caído, dado el estruendo que me había sobresaltado, por lo que encendí la luz del cuarto, me levante y busque el lugar en donde sin duda se habría producido el accidente. Tras unos minutos sin encontrar nada anormal me senté en el salón y busque en mi mente otra explicación a lo ocurrido. De repente en mi cerebro surgió un pensamiento y ese pensamiento se transformó en un temor creciente. “¡Hay alguien en el interior de mi casa!” Yo vivo solo y ante la idea de que un desconocido, un ladrón o váyase usted a saber qué individuo y con qué intenciones, pudiera encontrase escondido en algún lugar, mi corazón volvió a latir a toda velocidad. Me levanté y busqué algún objeto contundente con el que pudiera defenderme de un posible ataque. Miré a mí alrededor y observé colgada sobre la pared una katana que un buen amigo me regaló hacia tiempo. Era tan solo un arma decorativa, sin filo alguno, pero con la suficiente consistencia como para partir algunas costillas llegado el caso.

Con un par de rápidos pasos me situé a su lado, la descolgué y la esgrimí con fuerza por encima de mi cabeza. De esta forma, recorrí cada una de las habitaciones, prestando especial atención a los armarios y las cortinas. La búsqueda duró unos veinte minutos y resultó infructuosa. Convencido de que la idea de un ladrón resultaba absurda, me dejé caer en el sofá, sumamente aliviado y un tanto avergonzado. Si cualquiera me hubiese visto saltar tras las cortinas espada en mano y abrir los armarios utilizando una katana decorativa a modo de trinchete de camisas, seguramente habría llegado a la conclusión de que mi menda no andaba muy bien de la azotea. Devolví la espada a su lugar y decidí regresar a la cama, no sin antes pasar por el baño a refrescarme la cara. Entré en él, abrí el grifo y apoyé las manos sobre el lavabo. Mientras veía correr el agua hacía el agujero de la cañería sonreí por lo absurdo de la situación. Entonces fue cuando alce la vista miré el espejo y lo vi.

En un principio fue tan solo una imagen borrosa, una neblina que se superponía a mi propia imagen reflejada en el espejo. Una leve deformación de la visión, un fallo en la iluminación, un defecto del cristal, cualquier cosa pensé yo. Después la forma se expandió y fue más visible. No cabía duda, alguna mancha cuya procedencia era desconocida para mí, se estaba extendiendo por el espejo. Miré absorto hacía ese otro yo que me devolvía la mirada desde el otro lado y no pude entender que estaba ocurriendo en realidad. ¿Quizás un fallo en alguna cañería había provocado una fuga de agua que había ocasionado una mancha de humedad en la pared y esa humedad había llegado hasta el espejo? Imposible. El espejo se encontraba sobre la puerta de uno de esos armaritos que se utilizan para meter los enseres del baño. ¿Cómo iba la humedad a recorrer veinte centímetros de espacio vacío para llegar hasta el espejo? Decidí abrir la puerta del armario para comprobarlo y observé atónito cómo mis manos se negaban a soltar el borde del lavabo sobre el que me apoyaba. La fuerza había desaparecido de mis brazos y mi cuerpo se negaba a moverse. Los nervios afloraron a mi piel en forma de oleada de calor que me hizo comenzar a sudar. Comencé a maldecir en voz alta, preguntándome qué demonios estaba pasando e intenté forcejear para desprender mis manos de aquel lugar. Lo intente varios minutos, hasta que algo llamo mi atención.

Me había olvidado de la mancha en el espejo y cuando aprecié de reojo un movimiento extraño, devolví toda la atención al cristal enfrente de mí. Obviamente no estaba preparado para ver lo que mis ojos me mostraron, por lo que en mi garganta se formó un nudo. El nudo se transformó en un gemido y el gemido mutó hasta alcanzar el grado de grito. Y el grito resonó en mi mente hasta que todo fue oscuridad.

No se cuanto tiempo transcurrió ni lo que ocurrió durante el mismo. Lo único que recuerdo es que abrí los ojos y allí, en el cristal, o tras él, o sobre él, o quizás tan solo en mi mente que reflejaba lo que había surgido del otro lado, una forma levemente similar a mí, pero inhumanamente deformada, me miraba desde la oscuridad del otro lado del espejo. Los oscuros y vacíos ojos fijaban toda su atención en mi ser y la enorme cavidad que surgía donde debían estar los labios, se torcía en una deforme sonrisa irónica. La cosa que se erguía ante mí no tenía pelo, así como otros atributos en el rostro. Carecía de nariz y orejas y su cabeza se bamboleaba de un lado a otro como en una rítmica danza. Su delgado cuello contrastaba con el ancho torso del que surgía. Los hombros no mantenían uniformidad alguna y diversas hinchazones y abultamientos se podía apreciar sobre el pecho y brazos. De pronto y sin previo aviso, aquella cosa extendió sus largos y nudosos brazos y atravesando el cristal del espejo como si de una fina y leve cortina de agua se tratase, los acercó a mí. Abrió sus manos y me agarró los hombros con sus largos y huesudos dedos en forma de garras. Tras ello y en un visible esfuerzo inclinó el bamboleante cráneo hacia el espejo y lo atravesó lentamente. Conforme la cabeza de aquella monstruosidad cruzaba hasta mi lado del espejo, un nauseabundo olor procedente de la cavidad que hacía las veces de boca, se dejaba notar a mí alrededor, al tiempo que un gutural sonido surgido de aquella infame garganta me taladraba los odios. Cuando toda la cabeza y parte del pecho ya habían cruzado a este lado, la cosa me habló.

- ¡Glllhhh, no marchar, glllhhh, no ir. Tu, pequeña mosca. Tu ser mi hermanoalimento. Glllhhh, tu esperar a mí. Yo decir algo.

Después de emitir aquellos estridentes sonidos. La monstruosidad salida del espejo se inclinó más aún sobre mí y acercó su rostro hasta mi cabeza. Abrió las babeantes fauces, o lo que parecía ser la boca y literalmente engulló mi oído izquierdo. Tras ello, algo viscoso, frío y puntiagudo, se introdujo a través de él ocasionándome oleadas de intenso dolor. Mientras aquella cosa taladraba literalmente mi oído con alguna especie de lengua, aguijón u otro extraño apéndice, me hablaba de alguna forma desconocida y las palabras del ser surgían en mi mente simultáneamente a las punzadas de dolor.

- Glllhh, hermanoalimento, glllhhh, tu ahora estar conmigo siempre. Yo estar en ti, glllhhh, y tu venir conmigo después. No ahora. Después. Glllhhh, tu pequeña mosca que volar luego. Glllhhh, ahora tu dormir y ser buen hermanoalimento. Glllhhh, glllhhh, yo poner semilla en ti, glllhhh, tu dormir, semilla crecer, pequeña mosca volar, glllhhh. Luego tu ya no ser hermanoalimento, glllhhh, luego tu ser hermanoyo y buscar otro hermanoalimento, glllhhh, para más pequeñas moscas volar. Glllhhh, tu dormir, si.

Aquella horrible charla se mantuvo durante un tiempo incalculable, mientras la cosa hurgaba en mí, más profundamente cada vez. El dolor se hacía insoportable, el hedor del ser y el pánico bloquearon al fin mis sentidos y me desmayé.

Cuando abrí los ojos me encontraba tumbado en el suelo, bañado en sudor y dolorido. Mi oído izquierdo supuraba una excrecencia blanquecina maloliente y algo de sangre. Me levante temblando y mire con temor al espejo. El cristal se hallaba intacto y nada en el baño indicaba que allí hubiese ocurrido algo horrible. Salí de allí, fui a la cocina y bebí algo de agua, me limpie y huí de la casa en mitad de la noche. A la mañana siguiente no fui a trabajar. Regresé a mi hogar después de haber pasado la noche caminando y recordando las palabras que aquella maldita cosa había repetido una y mil veces. ¡Hermanoalimento! ¡Hermanoyo! Por fin había entendido el significado y por eso no he dormido en todo el fin de semana.

Intentaré buscar ayuda de alguna forma, aunque sospecho que nadie me creerá y al final no podré resistir al sueño y caeré rendido. Eso es lo que me da miedo. Lo que ocurrirá entonces. Puesto que es en ese momento cuando lo que esa monstruosidad dejo en mi interior pugnará por salir. ¡Pequeña mosca! Decía. Sospecho que una larva, una cría o lo que sea que esa cosa metió en mi cuerpo, late ahora y tan solo espera que el sueño me venza para tomar de mí lo que necesite. No comprendo muy bien cómo funciona esto, pero temo que cuando eso ocurra, mi condena sea total y me transforme, no sé cómo, en otro ser idéntico al que me atacó, ¡Esto es de locos! ¡No! Antes de eso prefiero quitarme la vida. ¡Sí, eso haré! Si el sueño me logra vencer y no consigo ayuda me cortaré las venas o me tiraré por un puente. Cualquier cosa es válida antes de verme un día hablándole a algún pobre infeliz desde el otro lado del espejo y diciéndole que es mi hermanoalimento.



Esta es mi historia y aunque parezca increíble, es toda cierta. No olvides querido lector o lectora, limpiar bien el espejo de tu baño, no vayas a tener una mancha a la que un día le dé por crecer.


J. G. B. Octubre, 2006

La noche de la aceituna

Aquella noche se televisaba el España-Suecia y como en cada ocasión que jugaba la selección, el espabilado de mi padre había decidido que la familia al completo nos íbamos a tomar unas cañitas en la “taberna del rana“. Aunque a decir verdad, las cañitas se las iban a tomar mi madre y mi señor padre, puesto que a una que es muy joven según ellos, a parte de un mosto y algún que otro refresco, de alcohol “na de na”.

“Unah cañitah pa selebrá er triunfo de la selesión” solía decir Paco “el rana” mientras servía cervezas a diestro y siniestro. Y más de una vez, las cañas se terminaban tomando para olvidar algún que otro desastre de “la roja”.

Lo de que la familia al completo se acomodara en la mesa del fondo de la taberna del “rana”, en tan deportivas ocasiones, era una especie de confabulación de mi padre contra la mala suerte y los desmanes arbitrales. Una forma muy patriótica de hacer piña familiar a favor de la selección.

Hay que decir que mi padre es del Madrid y Rauliano por excelencia, por lo que el invento del seleccionador de no haber convocado al jugador del Madrid, provocó las más airadas críticas por su parte.

-A ver a quién se le ocurre no convocar a Raúl para un partido como éste. ¡Que nos jugamos estar en el europeo! Al Aragonés éste ya se le nota la edad. ¡Que dimita ya! Y con él que se vaya también Villar, que vaya favor le están haciendo al país entre los dos. – Repetía a cada momento.

Algunos de los lugareños asentían cuando mi padre lanzaba improperios contra la decisión del seleccionador. Y más de uno afirmaba que por tamaño error, la selección debía perder. Como si aquello pudiera servir de bálsamo para alguien. Pero ya se sabe, de un país que vive de refranes, a mal de muchos, consuelo de tontos.

El caso es que allí estaba yo, a mis escasos diecisiete años, sentada aburrida en una mesa de taberna, con los padres y el hermano pequeño, en lugar de descoyuntar el esqueleto en alguna pista de baile, luciendo tipo y modelito. Pero en fin, es que la vida es injusta y cuando juega “la roja”, más.

Sentados junto a mi “family fever” estaban los Alcántara. Vecinos y compañero de trabajo de mi padre, él. Ella, amiga de mi madre y tan entusiasta o más, en el indómito arte del “cotilleo”. Baste decir que nada más sentarse a la mesa, mi señora madre y la fémina de los Alcántara, se enzarzaron en una infinita e inagotable charla de temas sociales dignos de “el tomate”.

Nada más empezar el partido, la suma generalizada de los “machos” del lugar”, concentraron en la pantalla del televisor, la única neurona libre que les quedaba. La otra estaba ocupada mirándole el escote a la vecina de al lado. De cuando en cuando “reseteaban” durante un instante el cerebelo, el tiempo suficiente para pedir una cerveza. Al tiempo que tras la barra se oía un “Oido cosina. ¡Marchaaaando una de calamareh! ¡Joputa l’arbitro!”.

Y allí seguía yo, sin más oficio ni beneficio, que el de mirar a mi alrededor y preguntarme por qué es la nuestra, la especie a la que llaman Homo Sappiens.

Seguir Leyendo...
Mi hermano pequeño, “Quique” aunque a mi me gusta llamarlo “el peque”, suele disfrutar más que nadie de estas reuniones futboleras. Ya que durante el transcurso del partido, no está vigilado como de costumbre y puede hacer de las suyas. Esa noche, no iba a ser menos, y aunque era mi persona la encargada de controlarlo, teníamos un pacto entre ambos. Él era el que hacía las trastadas y yo la que me reía.

Desde que habíamos llegado a la taberna, “el peque” no había quitado ojo al perro de Don Francisco el del estanco. Un chihuahua enano, cascarrabias y malhumorado, que se sentaba bajo la silla de su dueño y miraba a su alrededor con aire distraído. Mi hermano tiene una especial predilección por los animales y sobre todo por los que pueden ser estrujados y manoseados a gusto. Debe ser algún gen primitivo que todavía se halla incrustado en nuestro mapa genético, puesto a que una servidora le encantaría hacer lo mismo con ciertos ejemplares masculinos de mi colegio.

En el mismo instante en que “el peque” y el chihuahua fueron conscientes de la presencia uno del otro, se vigilaron con atención. Su actitud lo decía todo. Desde ese momento se consideraban rivales en mitad de la manada. Y mientras los adultos actuaban como borregos, cortados todos ellos por el mismo perfil, los dos contrincantes debían luchar por la supremacía en el grupo.

El perro emitió un escueto “Guarfffhhh” a lo que mi hermano respondió con una sonrisa retadora. Las dos orejas del chucho se levantaron puntiagudas y los dos ojazos azules del “peque” se abrieron desmesuradamente. La batalla estaba servida.

Mientras tanto, el encuentro transcurría sin pena ni gloria. Los nuestros no alcanzaban la portería contraría casi nunca y cuando lo hacían, era para mandar el balón a la grada. Los machos ibéricos allí reunidos, meneaban la cabeza con frustración y mitigaban los nervios con largos tragos de cerveza, mientras se quejaban de tal falta o de aquel otro pase, entre mordiscos a las croquetas de pescado y el pollo empanado.

De esta forma llegó el minuto nueve del primer tiempo y en un pase tras una jugada del equipo contrario, llegó el primer gol sueco.

- ¡Noooo! ¡Joder si ya lo decía yo! ¡Ahí la llevas Aragonés! ¡Eso por chulo y no llevarte a Raúl! - Gritaba mi padre haciendo grandes aspavientos con los brazos, a la par que todos los individuos allí reunidos se lamentaban y ponían el grito en el cielo.

El griterío y las voces aumentaron considerablemente y el resto de gente que no estaba pendiente del partido, generalmente féminas como mi madre y la de los Alcántara, sencillamente aumentaron de forma instintiva el volumen de su conversación para al menos poder oírse pensar. Eso es algo que resulta muy común en este país, la forma de relación social entre los españoles pasa invariablemente por gritar más que el de al lado. No solo no está mal visto que el vecino de la mesa de al lado, se dirija a grito limpio al amigote de la esquina del fondo de la barra, a cinco metros de distancia y con una columna en medio donde una pareja (inconscientes por colocarse ahí), es bombardeada por una cacofonía de sonidos. Sino que además se entiende que si una no es así, es irremediablemente una antisocial. Y luego dicen los adultos que en los pub’s la música está muy alta. Prueben a ver una España-Suecia perdiendo la selección en el minuto nueve y verán.

El caso, es que en mitad de todo el ajetreo y como respuesta a uno de los aspavientos de mi señor padre, una aceituna de esas que se suelen poner en los bares como tapa, sin hueso y rellena de anchoa, se salió del plato y terminó rodando por la mesa. Mi hermano pequeño, que hasta ese momento había mantenido un tira y afloja visual con el perro de Don Francisco, se olvidó del chucho para concentrar toda su atención en el extraño objeto que rodaba por la mesa. Lo miró durante varios segundos y decidió que si no se movía debía resultar inofensivo, por lo que alargó su brazo derecho e intentó cogerlo. Mi madre, que debe tener desarrolladas facultades adicionales, le agarró la mano “al peque” y envolvió la aceituna en una servilleta, sin despegar la mirada de su interlocutora y sin dejar de sorprenderse por lo que aquella le contaba.

Mi hermano, quedó durante unos instantes pensativo, mirando boquiabierto a mi señora madre y tras unos segundos devolvió su atención al pequeño chihuahua, a la par que lo señalaba con el dedo y emitía un imperativo “¡Uhggg!”. Como queriendo decir, “¡Tú tienes la culpa!”.

El partido transcurrió por los mismos derroteros (es decir, perdiendo), hasta que llegó el descanso. Ese es el momento en el que los machos de la manada reajustan la orientación de la neurona que tenían ocupada con el partido y van a mear. La otra neurona es automáticamente reprogramada mientras caminan y señala indefectiblemente, unas veces a aquel culo y otras a aquella pechuga.

Paco “el rana” aprovechó el momento para servirse una refrescante cerveza de barril que despacho de un trago y levantando la vacía copa en alto exclamó:

- ¡Amoh por elloh! ¡Que son pocoh y cobardeh! ¡A la vuerta se van’enterar! ¡Treh a uno con golaso der Torreh!

El comienzo de la segunda parte reunió de nuevo a todos los individuos delante de la pantalla. Aunque más de uno hubo de llegar a la carrera, abrochándose la bragueta del pantalón y con algunas misteriosas gotitas sobre la pernera. España atacaba con más orden y durante los primeros minutos parecía que “la roja” iba a comerse al equipo sueco en unos instantes. Al ver la nueva disposición de la selección, los allí reunidos comenzaran a ver el encuentro con otros ojos, Y ya más de uno aseguraba el triunfo de España por goleada.

Los nuestros llegaban a la portería contraria con asiduidad y acribillaban al portero sueco una y otra vez. Los minutos pasaban, el gol podía llegar en cualquier instante y la tensión se masticaba en la taberna. En varias ocasiones el niño Torres había estado a punto de marcar y los “¡Huuuyyyyy”, “¡Me cagooo’n la putaaa!”, “¡Ostiaaaaa, por los pelos!” se sucedían a cada momento. Con tanto alboroto, la última de las aceitunas del plato había terminado rodando por la mesa y “el peque” que tenía un ojo en el chucho y otro en el plato, salto al quite volcando varias copas de cerveza. Parte de la misma cayó sobre la falda de mi madre que gritó “¡Niiiñoooo! Estate quieto”.

Con el lío de copas, la aceituna cayó al suelo y mi hermano miró a su alrededor. Mi padre seguía absorto en el partido y mi madre había ido al baño a limpiarse. El “peque” decidió que ese era su momento y se metió bajo la mesa en su búsqueda. Bajo la misma y en el suelo, varias servilletas arrugadas, cabezas de gamba, así como distintas colillas mal apagadas, rodeaban a su tesoro y cuando ya nada podía impedirle alcanzar su objetivo, apareció el chucho del Don Francisco. El perro, que lo había estado observando todo desde su sitio, parecía haber decidido que él tenía algo que decir en todo aquello y se puso a olisquear la aceituna dándole algún que otro lametón. El “peque” miró cabreado al chihuahua y emitiendo un furibundo “¡Grrrhhhh!”, se lanzó sobre el perro agarrándolo por las orejas y el rabo. La lucha duró unos instantes, puesto que tras varios estrujamientos de orejas y un intento de estiramiento de rabo, el chihuahua decidió que la aceituna no valía lo suficiente como para enfrentarse a un energúmeno de año y medio, y regreso a la carrera junto a su amo lanzado un lastimoso “¡Aaaiiiiiinggg!” por el camino. Mi hermano sonrió victorioso y sosteniendo entre los dedos la pringosa aceituna se la acercó a la cara para verla mejor.

En ese momento, un par de manos adultas (las de mi madre) agarraron al “peque” y lo sacaron de debajo de la mesa. Después le quitaron la aceituna, la depositaron de nuevo en el plato, y le limpiaron las manos con una servilleta. Mi señora madre había regresado del baño con no muy buen humor y para variar, se resarcía descargando su furia contra una servidora.

- ¡Niña! ¿Es qué no has visto a tu hermano debajo de la mesa? ¿Para que te dejo yo al cuidado del niño? ¿Cuántas veces te tengo que decir que no le quites ojo? Con esa cabeza atolondrada que tienes, un día se va a tomar cualquier cosa y no te vas a dar cuenta. ¡Vamos! Que si se bebiera una botella de veneno no te ibas a enterar. Siempre pensando en las Batuecas.

Y así continuó durante varios minutos más, increpándome y dejándome en ridículo delante de su amiga, mientras que mi padre que no se había enterado de nada, volvía a poner el grito en el cielo, puesto que en un contraataque los suecos nos habían metido el segundo gol.

La escena era digna de una foto, o mejor aún, de un video. Mi madre cabreada sosteniendo entre sus brazos al “peque”, quejándose de mi falta de atención. El “peque” llorando porque le habían arrebatado su aceituna. Mi padre enrabietado, dando gritos contra el seleccionador porque España iba perdiendo contra Suecia. El perro de Don Francisco lamiéndose el rabo y lanzando furiosas miradas asesinas a mi hermano. Paco “el rana” gritando que toda la culpa la tenía “L’ijoputa l’arbitro”. Y en general todo el mundo quejándose de algo.

Al final del partido y como era previsible, España perdió dos a cero. La gente se fue marchando de la taberna y cuando mi acalorado padre lo vio conveniente, nos fuimos nosotros también. Pero antes de dejar la mesa, miró al plato y comentando “la de la vergüenza pa mí”, engulló de un golpe la única aceituna que quedaba.

Aquello fue lo más gracioso que me pasó en toda la noche y sirvió para recordar el partido del España-Suecia como la noche de la aceituna.


Nos marchamos después de despedirnos del “rana”, hasta la próxima vez que juegue la selección y a mi padre le de por montar otra noche futbolera.

J. G. B. Octubre, 2006

Celo

Existen ocasiones en la vida, en las que un acto, hecho o circunstancia, es capaz de hacer aflorar de nuestro interior, las más profundas pasiones y los anhelos más escondidos. Algo así me ocurrió el fin de semana pasado, durante un tranquilo paseo por el parque.

Llevaba un buen rato deambulando sin rumbo concreto, dejando vagar la mente en mil pensamientos inconexos, cuando la vi caminar, distraída, con pasos armoniosos, a la tenue luz de un templado atardecer. Como una divina aparición bañada por los rayos solares, su silueta emanaba el aliento de una diosa, cuya reencarnación sobre la tierra, me hubiese elegido a mi, como único mortal testigo de aquel hecho. Inmediatamente toda mi atención se centró en su estilizado y escultural cuerpo, que con gráciles movimientos parecía atraerme con un místico hechizo. La seguí sin que me viera, hasta el interior de una pequeña alameda, protegida de miradas curiosas, y observé boquiabierto mientras se recostaba despacio sobre la fresca y verde hierba.

Oculto tras unos matorrales, permanecí en silencio mientras aquella hembra divina, jugueteaba con una blanca mariposa que volando, fue a posarse sobre su espalda desnuda. Asistí, incapaz de retirar la mirada, a la sensual y rítmica danza, repleta de sugerentes movimientos y excitantes toqueteos, que a escasos metros frente a mi, mi desconocida dama estaba ofreciéndome. Sentí que un intenso calor se abría paso por mis venas y que mi piel ardía de excitación. El sudor se adueño de mi frente, mi boca se quedó seca y en mi entrepierna, mi hombría se hizo carne y latió con fuerza.

Ella continúo su juego y se giró hacia mí. Un mechón rubio rozó ligeramente uno de sus pezones. Levantó la pierna izquierda ligeramente, dejando entrever el impúdico triangulo que anidaba entre sus muslos, y ante aquella visión, gemí de placer. Ella me oyó. Alzó sus ojos y me miró, lascivamente, con lujuria, y me dijo, ven. Yo, incapaz de pensar o sentir otra cosa que no fuese deseo, me acerque despacio, tembloroso pero pletórico. Enhiesta mi bandera. Enrojecida por múltiples oleadas de mi ferviente sangre. Ávido de placer y ansioso por hacerla mía, llegué hasta su lado. Ella se recostó, sonrió y se dejó hacer. Yo, sintiéndome el más afortunado de los mortales, me dispuse a inundarla de mi propio ser y a gozarla como nunca nadie lo hizo.

En ese momento y para mi desgracia, una voz se dejó oír entre los árboles.

-¡Chuuuchooo! ¡Que te meto una leche que te cagas! ¡Será hijo puta el perro, que me va a empreñar a la galga!

Tuve que salir a la carrera, con mi deseo truncado, mi ansia vencida y mis vergüenzas al aire. Ahora, cada noche sueño con ella y con esa mirada lujuriosa, y aúllo de deseo por volverla a ver.


J. G. B. - Julio, 2007

El contrato

-Le encuentro un tanto dubitativo, querido amigo. Espero que no haya cambiado de opinión desde nuestra última charla.
-No sé que decirle. No es por nada en especial, créame. Tan solo…, bueno, en fin, supongo que todos sus anteriores clientes habrán tenido alguna duda al llegar a este punto. Pero el caso es que… ¿Y dice que este es el documento reglamentario? La verdad, esperaba algo con más color. ¡No me malinterprete, que éste está muy bien! Pero si le soy sincero suponía que esto sería más ceremonial y solemne.
-Puede estar seguro que el documento que tiene entre sus manos es un contrato de transferencia en toda regla. En cuanto a la solemnidad y demás cuestiones, hemos preferido adaptarnos a los tiempos modernos. Ya sabe, Internet, la televisión digital terrestre, las videoconsolas, y todo eso. No voy a negarle que a veces hecho de menos los viejos métodos, pero qué se le va hacer. Hay que estar con los tiempos modernos.
-Bueno vale, supongo que todo esto será lo adecuado, y como decía mi abuelo, bien está lo que bien acaba.
-No le quepa duda. En su caso particular, este acuerdo es el idóneo para sus intereses personales. No sé si habrá leído la página doce, en relación a su lista de derechos y la duración tácita de los mismos. En todo caso y para refrescarle la memoria, le recuerdo que al firmar nuestra solicitud de admisión, usted entra a formar parte de un selecto y escogido grupo de afortunados. Y créame que cuando digo afortunados, es por que lo son. Dinero, posición social, la mejor atención sanitaria y la mejor compañía femenina. ¡Ah! Veo por su expresión que eso le ha gustado. Querido amigo, puedo asegurarle que no encontrará pelirrojas como las nuestras. ¡Y qué decir de las rubias! Sencillamente, faltan palabras para describirlas. ¡Pero no sea tímido hombre, y échele un vistazo al catalogo! Entre usted y yo, y si me permite la sugerencia; las morenas en ligero que salen en la página veintidós son la crem de la crem.
-Si, si, ya veo ¡Vaya por Dios, qué delanteras! ¡Oh, pero que malhablado soy, disculpe la expresión!
-¡Nada, nada, no se preocupe que le comprendo! Eso es por la emoción. Y ahora que ya ha visto que en nuestra organización todo son ventajas, aquí tiene mi pluma y si es tan amable de firmar bajo la línea de puntos, donde pone su nombre, estaremos encantados de servirle.
-Una última cuestión relativa al coste, antes de firmar ¿Se puede pagar a plazos?
-Me temo que no, mi ingenuo amigo. El pago es único con vencimiento a veinte años tras la firma. Lo habitual en estos casos.
-¿A veinte años? En ese caso no diga más y traiga aquí esa pluma. ¡Ea, ahí lo tiene, firmado y rubricado!
-Correcto, señor mío. El acuerdo está cerrado. Puedo asegurarle que durante el plazo del mismo no tendrá queja alguna de nuestros servicios. Y después de él, estaremos encantados de cobrarle el correspondiente pago.
-Con respecto a esa cuestión, he de confesarle algo. Según mi médico, el tumor cerebral que me diagnosticaron hace seis meses acabará conmigo en algo menos de tres años. Tiempo que pienso vivir a cuerpo de rey a costa de su organización. Pero como podrá imaginar, me va a ser imposible efectuar el pago dentro de veinte años ¡Entre otras cosas porque estaré muerto! ¡Vaya putada, eh!
-En absoluto caballero. Nuestra moneda de cambio no es el dinero y dado que las almas no tienen fecha de caducidad, estaremos encantados de recibirle entre nosotros antes de lo esperado. En el fondo nos ha ahorrado usted mucho tiempo y esfuerzos. Sea pues bienvenido a Inferno S.A.


J. G. B. - Julio, 2007

Hijos del crepúsculo

La figura se movió con agilidad entre el amasijo de cables que recorría el estrecho conducto de ventilación por el que trepaba. En un instante concreto detuvo la marcha y observó con atención el exhaustivo holomapa, que otros como él habían elaborado de las entrañas del edificio. Estudió los gráficos con detenimiento y tras varios minutos más de ascenso, encontró la derivación que andaba buscando. Abandonó el oscuro túnel por el que había penetrado y se adentró por un viejo y maltrecho pasillo lateral que conducía hasta la fachada Sur del gigantesco rascacielos. Avanzó con cautela y poco después llegó hasta una sucia zona acristalada desde la que se disponía de una imponente vista de la ciudad. A los pies del edificio y extendiéndose sobre el horizonte, un negro océano de construcciones de acero y cemento se alineaba entre torres de suministro eléctrico y depósitos de almacenamiento. Sobre él, la oscuridad de un plomizo cielo sin estrellas, arropaba bajo un manto de miedo y opresión al mundo que aún sobrevivía debajo.

La figura extrajo un pequeño cilindro del interior de la mochila que portaba y lo depositó en el suelo. Pulsó un sensor alojado en la base del mismo y esperó paciente, Sabía que en ese mismo instante, en algún lugar del edificio, su presencia había sido detectada y una alarma indicaba sus coordenadas concretas. El cilindro se abrió dejando ver en su interior un extraño mecanismo en movimiento y una estrecha línea de leds rojos que se iban apagando en una rítmica secuencia. La figura cerró los ojos y musitó una simple plegaria. Instantes después, una cegadora luminosidad precedió a la devastadora explosión que redujo el edificio a cenizas y arrasó varios kilómetros cuadrados de la imponente urbe.

Cuando treinta años atrás, la Gran Guerra terminó, las tres cuartas partes de la humanidad habían desaparecido. El bando vencedor impuso su ley y el mundo, o lo poco que quedaba de él, se reconstruyó en torno a grandes ciudadelas conocidas como ciudadesestados, gobernadas con fiereza por caciques que se autoproclamaron emperadores de su porción de mundo. Fuera de ellas, la radiación, las enfermedades y la devastación cubrían la superficie del planeta. Los perdedores fueron arrojados a ese lugar y allí hubieron de sobrevivir sin esperanza. Algunos continúan la lucha desde la clandestinidad, como sombras que acechan para saltar sobre el enemigo desde un mundo muerto. A esos pocos se les conoce como los Hijos del Crepúsculo.


J. G. B. - Julio, 2007

Cuestión de espacio

-¡Me agobias! ¡Échate a un lado! –Se quejó ella.

Él la miró de medio lado y frunció el ceño. Giró la cabeza a la izquierda y se resignó a pasar otra tarde más, repleta de quejas y rechazos. Desde hacía algún tiempo, el humor de su compañera había ido de mal en peor. Y sus constantes reproches le hacían temer lo evidente. Quizás después de todo, aquella relación estaba destinada al fracaso, y antes o después tendrían que seguir caminos separados.

-Tenerme cerca, nunca había supuesto un problema.

-Las cosas han cambiado –sentenció ella-. Tengo mis necesidades, siento que me falta el aire, que mi espacio vital apenas si alcanza para contenerme. Necesito libertad. Algo que tu no pareces entender.

-Estábamos bien juntos. –terció él, mientras hundía la cabeza entre las manos y sollozaba en silencio.

Ella lo miró, con dureza al principio y con ternura después. Sintió la tristeza que embargaba el corazón de su compañero y recordó el pasado. Los momentos vividos junto a él. Las veces que habían acurrucado sus cuerpos, el uno junto al otro. Los instantes alegres y los tristes. Rememoró el camino recorrido y sintió que llegado el día de la separación, su libertad habría de tener un cierto regusto amargo. Puso su mano derecha sobre la frente de él y lo acarició suavemente.



Fuera, el doctor terminó de auscultar a la mujer y guardando el estetoscopio en su maletín, dijo sonriente.

-No tiene porque preocuparse, su embarazo marcha como debe. Y no haga planes para el fin de semana que viene, puesto que si todo continúa igual, tiene una cita con dos bebes. Una preciosa niña y un apuesto niño. Sus hijos.


J. G. B. - Junio, 2007

Un amigo

- ¡Venga tío! ¡Que esa era mi última cerveza!
- ¿Cómo? Que vengo de visita y no tienes ni siquiera media docena de birras en la nevera. ¡Joder, vaya un colega que estás hecho!
- No sabía que ibas a venir. Además, ya podías haber traído tú las cervezas.
- No me es posible. Me lo prohíbe mi religión, mi padre, y los pulgares torcidos hacia adentro.
- ¡Déjate de coñas! Que tú eres más ateo que Nietzsche y tu padre lo único que te prohíbe es que le sablees cincuenta talegos cada vez que vas de visita.
- ¡Ateeeoooo yo! ¡Hereje, blasfemo! ¡Si San Nietzsche bendito sentado a la diestra de Dios te oyese, te ibas a cagar! Además la vida de estudiante es muy difícil. Las tentaciones acechan a cada paso. E insisto, tengo los pulgares torcidos hacia dentro.
- Pues desde luego no será por rascarte el bolsillo.
- ¡Eres un insensible! Al final me harás llorar, o reír que para el caso es lo mismo. Pero bueno, hablemos de otra cosa. ¿Cómo andamos de moral?
- ¿Qué tipo de pregunta es esa?
- Una normalita, de esas que van encerradas entre signos de interrogación. ¡No te jode! Si ya digo yo que tú no estás bien.
- ¡Que tío más pesado! Estoy perfectamente.
- Si hombre, por eso llevas dos semanas sin pisar la calle, comiendo a base de pizzas, que por cierto anda que invitas, y sin llamar a los colegas.
- He estado ocupado con los estudios.
- ¡Ja! Has estado llorando como un pavo, por la guarra de tu ex.
- ¡Te prohíbo que la llames así!
- ¿Y cómo quieres que la llame? ¿Sor Mamona del Meneo Fácil, quizás?
- Tú eres un cabrón. Te encanta joderme.
- ¡No nombres la soga en casa del ahorcado! Y no te quejes tanto, que esa piba no te convenía. Mucho arroz para tan poco pollo. Y que conste que lo de pollo va por ti. Pero vamos a ver, atontado, a quién se le ocurre quedarse pillado por una tía, cuyo código de barras lo conoce media universidad. Lo que tienes que hacer es emborracharte y mearte en la puerta de su habitación en cuanto tengas oportunidad. Así que venga, ponte algo de ropa limpia, que nos vamos de juerga.
- ¿Si te hago caso me dejarás en paz?
- Cuenta con ello. Lo juro por San Nietzsche y las bragas de Mafalda.
- ¡No se cómo te aguanto!
- Porque soy tu amigo, y los amigos están para ésto. Por cierto, échate dinero que pagas tú.


J. G. B. - Junio, 2007

Sociedad futura

A finales del siglo XXII, la tecnología cibernética alcanzó su punto más álgido, tal y como un visionario llamado Asimov, había pronosticado doscientos años antes. La biomecánica, la física quántica y la informática sentaron las bases. Pero fue la creación del primer cerebro positrónico, lo que elevó las máquinas a la categoría de seres inteligentes.

Inexplicablemente, la misma humanidad que había logrado tal avance tecnológico, no fue capaz de intuir lo que habría de acontecer poco tiempo después. Los robots, debido a su carácter imparcial, metódico y exacto, no tardaron en ser elegidos para ocupar los puestos de gestión y dirección de grandes compañías y organizaciones. La mayoría de la humanidad, que no se encontraba preparada para ser dirigida por máquinas, se despertó una mañana con la noticia de que el presidente de la nación iba a ser una pulcra, infalible e insobornable, red cibernética. Ese día el mundo se sintió extrañamente amenazado y enloqueció. Fue tan solo una semana, pero bastó para aniquilar a la totalidad de los robots del planeta.

Bueno, quizás no a todos. Algunos afirman que los escasos supervivientes, se reunieron y formaron una sociedad artificial similar a la nuestra, que se mantiene oculta a nuestros ojos. Nunca creí en ello, o por lo menos nunca lo acepté. Hasta el día en que vi a un viejo androide con una pequeña unidad cibernética no programada entre los brazos, cobijarse de la lluvia y el frío, entre los vagones de una abandonada estación de tren.


J. G. B. - Junio, 2007

Otro mendigo más

Hoy he vuelto a sentarme a la puerta del bar. He puesto cara de ojos tristes y hasta he sollozado un poco. He lanzado miradas esperanzadas a los viandantes y he sonreído ante cualquier gesto amable. Y todo con el único objeto de mendigar un pedazo de pan que llevarme a la boca.

De esta forma camino de barrio en barrio y de ciudad en ciudad. Desde hace tantos años, que ya ni recuerdo cuándo comenzó mi lento deambular por el mundo. Pasando hambre y frío. Aguantando vejaciones y agresiones. Bajo la lluvia o asfixiado de calor. Esa es mi vida. Una vida aciaga, sin sueños por cumplir y sin esperanza alguna. Como cualquiera diría, una vida de perros.

Para muchos de los que me ven, tan solo soy otro hijo de perra más, que vive del cuento. Sin oficio ni beneficio alguno. Sin obligaciones y sin contribuir al bienestar común. Si no trabajo, no como. Esa es su máxima.

Qué dirían, si supieran que en mi juventud me esforcé como pocos. Que puse todos mis sentidos en cada uno de los empleos que tuve. Que hice de todo. Desde cuidar ovejas hasta emplearme como vigilante nocturno en lujosas mansiones. Seguramente no lo creerían. Basta con echar un vistazo a mi figura para negarlo.

Ese es el sino de mi vida y así he de aceptarlo. En algunas ocasiones tropiezo con gente amable que no duda en facilitarme un plato de comida caliente. Otras, sencillamente me ignoran por completo. Hoy por suerte he dado con una de las primeras. Ahí llega con algo para llenar la panza. Menearé la cola y ladraré para dar las gracias.


J. G. B. - Junio, 2007

El hombre en la silla de ruedas

Lo encontré una tarde junto a la puerta de una cafetería y lo observé desde lejos mientras me acercaba. Vestía una sucia camisa a rayas, remangada por encima de los codos. La barba, canosa y enmarañada, le cubría parte de las arrugas del rostro. Y el cabello, largo y grasiento, caía sobre su frente. Las manos, delgadas y arrugadas, se movían a cada instante, apartando aquellos mechones de pelo que se adherían a su cara debido al calor. Sus piernas terminaban demasiado pronto a la altura de las rodillas, en la forma de dos muñones.

Él a su vez me vio a mí, y giró la vieja silla de ruedas que a modo de montura ocupaba, para darme la cara. Era una antigua silla de madera, con las ruedas gastadas y los muelles oxidados, que estaba cubierta de mugre, al igual que él.

Su espalda se encorvaba ligeramente hacia adelante, mientras apoyaba los codos sobre los brazos de la silla y lanzaba escuetas miradas a su alrededor de cuando en cuando. Miradas rápidas y repetidas. Temerosas de cruzarse con alguien y que el mundo conociera su desdicha. Y esperanzadas en que ese mismo mundo no terminará por repudiarlo definitivamente. Pero por encima de todo, miradas cansadas. Cansadas de esperar quizás lo que en el fondo sabía que nunca iba a llegar.

Acerqué mi mano al bolsillo, con la seguridad de que una vez alcanzada su posición, el desconocido de la silla de ruedas habría de pedirme dinero. Y dada su situación y la imagen que me ofrecía, no dude un momento en que así iba a ocurrir. Llegué a su altura y ralenticé el paso mientras el viejo hombre alzaba los ojos hasta mí.

—Joven, por un casual, ¿No tendrás un cigarro? —dijo con voz tranquila.

—Lo siento, pero no fumo. —respondí yo, atolondradamente.

En ese momento, un camarero salió del interior de la cafetería y entregó una taza de café al hombre. El desconocido de la silla, le entregó un euro y le dio las gracias. Yo continué mi camino sintiéndome un tanto estúpido.


Pasé el resto de la tarde acordándome del hombre en la silla de ruedas. Preguntándome si había actuado correctamente, o si por el contrario debería haber hecho algo más. Después como casi siempre suele suceder, terminé por olvidar la cuestión y me concentré en mis asuntos. Pero esa misma noche volví a verlo.

No me apetecía cocinar, por lo que había decidido comprar comida para llevar y opté por un restaurante turco, abierto recientemente. Esperaba tranquilamente a que el chico del mostrador terminase de envolver el sabroso durum de ternera y el lamacum de pollo que había pedido, cuando me percaté de su presencia. En la semipenumbra de la noche, levemente iluminado por las luces de las farolas, tras los cristales de la fachada, con la mirada perdida en el interior del restaurante y observando a la gente en las mesas. Permaneció varios minutos viendo como charlaban, comían y reían, y después se marchó. Lo vi agachar tristemente la mirada y empujar las ruedas de su silla. Lo vi alejarse de allí, despacio. Vi a la gente pasar a su alrededor e ignorarlo. Como si cruzasen al lado de un trasto inútil o un mueble tirado porque ya no sirve. Se perdió en la oscuridad de la noche y ya no volví a verlo más.

—Ocho con cincuenta. —dijo el chaval del mostrador, mientras me ofrecía la bolsa con mi cena.

Pagué y salí de allí. El hambre me había abandonado, al igual que mi dignidad. Caminé hacia casa sabiendo que de los dos, el único remedo de ser humano, era yo.


J. G. B. - Marzo, 2007

El hombre, el mejor amigo del perro

Los cuartos traseros del pit bull se agarraron con fuerza sobre el arenoso camino de tierra. Las piedras sueltas no presentaron ningún problema para el animal, que las esquivó con facilidad. El perro dio un fuerte tirón y la correa se tensó aún más. El hombre que la sostenía, regordete, de pelo canoso y entrado en años, aceleró el paso para intentar mantener el veloz ritmo, corriendo tras él, sudoroso y cansado.

El sendero ascendía por una empinada cuesta y volvía a descender tras un recodo. El perro tironeó con fuerza, deseoso de llegar a algún sitio en particular. El hombre, sujetaba la correa mientras hablaba al animal, intentando calmar su creciente excitación y con la intención de que éste redujera su velocidad. El chándal azul con rayas amarillas se pegaba a su cuerpo en algunos sitios, y el sudor era visible en las axilas, pecho y espalda. El perro dio otro fuerte tirón y el cansado deportista soltó la correa, sin fuerzas para correr tras él. Cuando el pit bull se vio libre, ascendió a toda velocidad por la cuesta. Llegó hasta arriba y miró hacia atrás, al tiempo que movía la cola, nervioso.

El hombre subió por el sendero despacio, respirando con dificultad. Se detuvo en un par de ocasiones para coger aire y en cada una de ellas, el perro ladró ansioso. Cuando tras varios minutos de descanso alcanzó la cima, pudo ver al otro lado un profundo barranco por cuyo borde transcurría el sendero. Miró al perro y se preguntó cuál sería la causa de que el animal hubiese elegido ese camino tan apartado de la ciudad. Se agachó a recoger la correa y el pit bull se separó unos metros de él. El hombre llamó al perro y caminó acercándose. El perro recorrió otro par de metros y se detuvo observando al confundido hombre. Éste, frunció el ceño y llamó al animal. Su llamada no obtuvo resultado alguno, por lo que el hombre volvió a acercarse hasta el obstinado perro.

Siguieron de esta forma hasta hallarse junto al borde del barranco. Como en una especie de juego extraño y rocambolesco, en donde uno hacía las veces de perseguidor y el otro, de perseguido. El animal mantuvo al hombre ocupado de esta forma durante unos minutos más, y sin previo aviso, se lanzó a la carrera barranco abajo. Alcanzó el fondo unos segundos después, tras haber descendido por una inclinada cuesta, repleta de zarzas, matojos y peñas. Se movió presuroso entre las matas y comenzó a ladrar con fuertes y desaforados ladridos.

El hombre, que había visto descender al animal a toda velocidad, lo llamó por su nombre a gritos, le silbó, hizo aspavientos con los brazos y tan solo después de comprobar que el perro no le prestaba atención, supuso que entre los matorrales debía hallarse algo. Imaginando que quizás alguien pudiera encontrase herido en el fondo del barranco, decidió bajar hasta donde se hallaba el pit bull, para comprobarlo. Se acercó al borde y comenzó a descender despacio, con suma lentitud, con mucho cuidado para no tropezar y caer.

El perro miró al hombre y vio que éste descendía lentamente por la inclinada ladera, por lo que lanzando furiosos ladridos, comenzó a escarbar en el suelo al pié de un espeso matorral. El hombre, impresionado por la furia descontrolada del animal, aceleró el paso, creyendo que allí abajo debía hallarse un herido y tuvo la mala fortuna de resbalar con una piedra suelta, cayendo por la empinada pared del barranco. Rodó varios metros, se golpeó con ramas, ortigas y piedras y cuando alcanzó el fondo del barranco, quedó tendido boca abajo. El perro detuvo su furiosa actividad y quedó estático, observando el cuerpo del hombre. Segundo más tarde, cuando el herido comenzó a moverse, el animal alzó la mirada hacia el borde del barranco y ascendió ligero hasta el sendero.

El maltrecho hombre, se apoyó sobre un costado y emitió un sonoro quejido. Miró a su alrededor y tan solo pudo ver piedras y matojos. Intentó levantarse y un dolor lacerante recorrió su pierna derecha. Ésta se había roto por varios sitios. Intentó ascender la inclinada ladera a rastras, pero le fue imposible. Llamó al perro por su nombre sin obtener respuesta y por último lloró desconsoladamente, entre terribles accesos de dolor.

El perro lo observó desde el borde del barranco y durante unos momentos a sus ojos asomó un atisbo de tristeza. Después, giró sobre sus patas y retomó el camino hasta la ciudad. A cada paso que daba, se decía a sí mismo que lo que acababa de hacer era necesario. Al fin y al cabo, su dueño había alcanzado una edad que no le permitía jugar como al principio y ya no le divertía como antaño. Ya tan sólo era una carga a la que dar compañía y que de cuando en cuando enfermaba. Por lo que sintiéndolo mucho, tan solo le quedaba la opción de abandonarlo y buscarse otro. Por otro lado, era algo habitual y ningún perro lo miraría con extrañeza o rechazo. Alzó las orejas, sonrió y aceleró el paso borrando de su memoria para siempre, el nombre y la cara de su anterior dueño.


J. G. B. - Junio, 2007

Ignoto

De los olvidados de Dios nunca se dijo nada, nunca se escribió nada. Tan olvidados por el mundo, como por el creador que les concedió la chispa de la vida, pasan desapercibidos a los demás. Sólo algunas almas gemelas puede sentir su presencia, sólo algunas almas sensibles pueden captar su esencia. Vagan por el mundo en una sombra perenne, a la espera de que una luz los libere.

J. G. B. - En algún momento del 2001

¿Dónde anida la vida?

¿Dónde anida la vida? ¿Dónde termina la muerte? ¿No son ambas, sino hermanas incestuosas que se disputan con saña, el cuerpo y el alma del ser amado? ¿No son así mismo, las dos caras de una misma moneda llamada destino, que durante un tiempo gira y gira hasta caer y mostrar su rostro? ¿Cómo retener el divino hálito que concede la gracia y el movimiento a un cuerpo? ¿Cómo retrasar la puntual visita de la oscura dama que llegada la hora, antes todos ha de venir? ¿Vive la vida en su propia esencia sostenida por el alma o camina la muerte junto a nosotros, hasta el día en que percibimos su presencia? ¿Es el cuerpo la preciada jaula de oro, en la que atrapamos la emplumada ave que con su trino nos sostiene? ¿Son sus barrotes nuestros brazos y piernas? ¿Es su alimento nuestra sangre? ¿Se alimenta la vida de nuestros recuerdos y de nuestros sueños o son nuestros fluidos y órganos los que la hacen real?

Y si así fuera ¿No es entonces la vida, un paciente parásito que permanece en nosotros mientras le somos útiles? ¿No es por tanto, un desconocido ser que lentamente nos absorbe la esencia de lo que somos, hasta que vacíos nos abandona? ¿No es en definitiva un vampiro que bebe de nuestra sangre hasta quedar saciado? Si ésto así fuese, cabría pensar que la muerte no es sino lo que queda de nosotros cuando llegado el final, alcanzamos la libertad. Y si así lo decidiéramos, solo quedaría una pregunta por hacer

¿Cuál es el objeto de continuar viviendo?


Reflexiones halladas en un papel, junto al cadáver de un suicida.




J. G. B . En algún momento del 2001

La palabra viajera

Existió una vez, una palabra viajera que recorrió el mundo de un extremo a otro. En cada lugar al que la palabra llegaba, visitaba las casas de los hombres presentándose. Cuando los hombres le preguntaban su nombre, la palabra respondía “soy la verdad”, y siempre que eso ocurría, los hombres se volvían serios y desconfiados, pues cada uno de ellos decía y aseguraba que la autentica verdad habitaba en su morada. Y así de esta forma la palabra viajera era expulsada de cada casa y de cada lugar.

En cierta ocasión, la palabra, cansada de vagar por el mundo, ascendió a lo alto de una montaña y allí encontró una humilde cabaña donde vivía un anciano pastor ciego. Cuando la palabra se presentó, el hombre quedó pensativo y después de meditarlo profundamente aseguró que aquello no era posible, puesto que la verdad vivía con él desde hacía muchos años. Y para que la palabra viajera pudiera comprobarlo, el anciano la invitó a pasar al interior de su hogar y junto al calor de la chimenea le dijo:

- ¿Ves esta silla que hay al lado de la chimenea, aquí junto a la ventana por la que cada mañana entra la luz del sol? Pues aquí sentada, se encuentra la verdad.

La palabra miró confundida a la silla, pues ésta se hallaba vacía, y tras unos instantes de indecisión tomo asiento. Después, el anciano se sentó en otro lugar de la estancia y esperó paciente.

Años más tarde, muchos hombres venidos desde distintos lugares del mundo, visitaban el hogar de un viejo pastor sabio para pedirle consejo. Pero sólo aquellos que no arrastraban a su autentica verdad de la mano, podían sentarse junto al fuego y descansar.


J. G. B. - Noviembre, 2006

El hombre que no tenía problemas

Existió en cierta ocasión un hombre, que para protegerse de las dificultades de la vida, alejaba los problemas a base de pequeñas patadas. Conforme una traba surgía, ésta era automáticamente superada, de un manotazo o un puntapié. Algunas veces el hombre miraba al frente y veía como delante de él, a escasos metros, todos aquellos problemas que no había enfrentado, avanzaban al unísono formando una barrera cada vez más grande. De esta forma, caminaba en un estado irreal entre la felicidad más austera y la infelicidad más ostentosa, diciéndose a sí mismo, “mañana los resolveré”. Y cada vez que llegaba el día siguiente, se volvía a repetir la misma frase.

Fueron pasando los años, hasta que una mañana, el hombre alzó la mirada y vio la suma de dificultades pasadas, no resueltas, que le esperaban en su futuro más inmediato. Miró entonces hacia atrás y encontró que su pasado estaba completamente vacío. Miró después en su interior, y solo halló tristeza.

Supo entonces que había gastado la vida, dando patadas a problemas, hasta crear una gigantesca ola que un día se lo habría de tragar. Y que a diferencia del resto de los seres humanos, él ya no tenía tiempo para regresar atrás y resolverlos.

Se sintió solo, muy solo, y lloró. Después miró al frente, se levantó y continúo su triste y lento caminar, dando pataditas a una gigantesca y oscura montaña de contratiempos.


J. G. B. - Enero, 2007


¿Qué decir de mi? Aprendiz de todo y maestro de poco. Aquí os dejo una pequeña muestra de lo que soy. Leves retazos de lo que me llena y lo que me inspira. Lo demas, aquello que es obvio, lo descarto por no ser de especial interes, ni para mi, ni para los que por aquí se dejan caer.

Licencia