Nilaia

El sol abrasador castigaba fieramente a las dos figuras que avanzaban pesadamente por la llanura. El orbe parecía sonreír con ironía mientras frenaba el avance del caballo y la llanura desierta de vida, se hacia eco del lamento, de la ausencia y la soledad.

El animal avanzaba lentamente, con un andar pesado, resignado, con la seguridad que nace del dolor conocido. Tropezaba a cada instante y aunque parecía tan débil que podía derrumbarse de un momento a otro, continuaba caminando, obstinadamente, buscando quizá el final del camino para detenerse y descansar, para no sentir más la carga que llevaba.

Sobre la montura, un viejo caballero se mantenía encorvado. Agarraba las riendas de su corcel con fuerza, con manos sarmentosas y con la espalda doblada por el peso del hastío. El pelo enmarañado le caía sobre la frente surcada de arrugas, los ojos tristes de mirada perdida, la respiración lenta, los labios apretados. El sudor bañaba su cuerpo y el dolor y el cansancio recorrían cada una de las fibras de su piel. Pero hacía tanto tiempo que ambos eran compañeros de viaje, que se había acostumbrado a su presencia.

El caballo volvió a tropezar y el jinete detuvo el paso. El animal se mantuvo inmóvil mientras el calor envolvía su piel. Las crines caían sobre su cuello cubiertas de polvo y sus patas temblaban por el cansancio. Agachó la frente, rendido por el penetrante sol y esperó a que su señor decidiera.

El caballero se enderezó con esfuerzo sobre la silla. La vieja y gastada armadura pesaba demasiado. La llevaba desde hacía tanto que se había convertido en su segunda piel y aunque lo había defendido en incontables batallas, algunas veces anhelaba desprenderse de ella y liberarse de su opresión. La espada colgaba de su cinto. Era larga y afilada, pero las huellas del tiempo habían dejado su marca y en algunos lugares la herrumbre y el desgaste se apreciaban profundamente. Antaño había brillado, había deslumbrado a sus enemigos, había sido temida. Engarzada de luz y adornada de gloria, había sido levantada tantas veces que su solo nombre causaba respeto. Ahora, la apatía, el hastío y el tiempo la habían apagado y raras veces era desenfundada.

Seguir Leyendo...

El jinete miró al animal, acarició sus crines y percibió el cansancio del caballo, tan parecido al suyo. Hacía tanto tiempo que estaban juntos que no recordaba una vida sin su corcel, como si al nacer ya hubiesen sido uno. Como si jinete y montura formaran un único ser que se complementase y se comprendiese. Con el que poder hablar en la oscuridad de la noche, en la soledad compartida. Con el que llorar o reír, con el que compartir sueños y esperanzas, con el que vivir, aunque nunca se obtuviese una respuesta. Alguien tan afín que mirarlo y hablarle equivaldría a verse reflejado, como si de un espejo se tratase.

El jinete miró ahora a un lado, al Oeste. La llanura se extendía ininterrumpidamente hasta alcanzar los pies de unas cumbres lejanas, oscuras, calladas, amenazantes bajo un cielo gris. Las nubes que cubrían el Oeste eran negras, densas y asfixiantes. Él las conocía muy bien, no en vano había vivido allí. Eran su pasado.

Un pasado preñado de derrotas gloriosas, de victorias calladas, de luchas sin causas, de causas no seguidas y de vidas perdidas. Porque perdidas son las vidas que no se viven. Un pasado de sueños soñados, de ilusiones dormidas, de visiones de futuro, de un futuro que no llega. De lamentos llorados, de risas oprimidas, de cantos sin voz, de voces que no cantan, de almas buscadas y de la traición encontrada. Un pasado en definitiva, que había marcado su mirada y había hecho florecer las nieves en su cabello.

Un pasado colmado del dolor propio y ajeno, del que se siente en la propia carne, del que se sufre en el alma propia. El que nace de la agonía del ser querido y que penetra muy dentro del corazón. Aliado de la impotencia, compañero de la soledad, amante del desengaño, hijo del lamento, hermano incestuoso de la envidia, padre de la resignación.

Un pasado que le había negado el derecho a ser él mismo. Un pasado que le había robado preciosos instantes y que como avaro, le había cobrado un alto precio por escasos momentos de felicidad. Un pasado que se resistía a ser olvidado.

Una visión fugaz cruzó la mente del viejo luchador y durante un instante, recordó imágenes pasadas, risas y alegrías compartidas, caras ya olvidadas. Como retazos de una vieja historia en boca de un trovador, se vió a sí mismo en antiguas andanzas, cuando aún el soñar no era una libertad olvidada por el destino. Cuando el mundo de los hombres aún no había impuesto sus frías garras sobre él. Cuando las normas y las leyes aún estaban engañosamente adornadas con el velo de la justicia. Cuando la libertad era un preciado sueño que al ser amado, daba a luz infinitas semillas, cuyos nombres sonaban hermosos al oído del alma. Amistad, Lealtad, Comprensión, Solidaridad, Compasión, Amor. Pero que al madurar tornaban sus nombres por otros más oscuros y fríos. Enemistad, Traición, Intolerancia, Indiferencia, Avaricia, Odio.

Recordó y el recuerdo fue amargo porque amargo es el pensamiento de lo que pudo ser y no fue. Amargo como el sabor de la desesperanza, del error repetido, de la puñalada amiga, de la victoria en soledad, de un adiós compartido, de un amigo que se va.

Miró de nuevo a su caballo y sonrió. Con la sonrisa sarcástica que nace del desengaño. Cerró los ojos y aspiró hondo. Musitó un nombre para sus adentros y se irguió sobre la silla. Endureció su mirada, al tiempo que agarraba las riendas y se decía “Bien viejo amigo, es hora de continuar, el destino, tú y yo.”. El caballo alzó la cabeza y piafó, y el jinete respondió “Cierto amigo, cierto. Ante la adversidad, Rebelión”. Espoleó a su montura y el corcel inició el trote.

Ahora el caballero sonreía. Miraba al Este.

El Este. Mágico lugar aún no hollado. Deseado con impaciencia. Amado sin ser conocido. Esperado con ansiedad. Vivido solo en los sueños. Un luminoso y cálido cielo de color azul lo esperaba allí. El Este. El futuro.

Pero no, aún no. Aunque su alma era llamada con insistencia, aún no podía emprender ese viaje. No en soledad. No desde que un sueño se elevó por encima del resto y anido en su corazón. No desde que su alma inquieta quedase presa de unos ojos, de una voz. No desde que una alegría antigua, casi olvidada, viniese de nuevo a habitar en él. No desde que el destino, entretenido jugando con el azar, olvidase fustigar la existencia de aquel simple hombre. No sin Nilaia.

-Nilaia, mi dulce Nilaia. -Musitó como en una plegaria.

Siguió recto sobre la llanura, con la mirada puesta al Norte. Ese Norte al que siempre se dirigía, pero que esquivo como la luna entre las hojas de un árbol, se resistía a ser alcanzado.

Avanzó presto, sin prisa pero sin pausa. Sabedor de que el destino burlón podía en cualquier momento volver a posar la mirada sobre él y cruel como sabía serlo, confundir sus pasos e impedir alcanzar lo que tanto amaba.

-Nilaia -se dijo-, te amo. Allá donde te encuentres, me reuniré contigo. Así tuviera que cruzar el valle de los lamentos, avanzar por los senderos del dolor, navegar por los mares de la oscuridad, escalar las cumbres de la desesperación o vagar por las grutas del tormento. Aunque todas las hordas del infierno viniesen tras de mi, nada me impediría volver a ver la luz de tus ojos, nada impediría que te tomase de la mano y te mirase, nada me impediría estar a tu lado.

Ante el recuerdo de su amada se irguió aún más en la silla, la mirada serena, el porte orgulloso. El caballo levantó el cuello y relinchó. Y el sonido se extendió ensalzando el pensamiento del jinete. “Nilaia”.

El corcel avanzaba ahora ligero, como un joven alazán brioso. El caballero, sobre la montura, con la luz de su pasión en los ojos, el nombre de su dama en los labios y el rostro de su princesa en la mente, cabalgaba sin temor.

-Nilaia, mi dulce Nilaia, llegaste a mí como el embriagador aroma del vino. Como la luz del sol entre las nubes. Como la brisa a la orilla del mar. Como el roció al amanecer. Como el calor de una hoguera en el invierno. Como la primavera tras las nieves. Casi sin darme cuenta. Eres mi dama, mi señora, mi princesa, mi reina, mi hada, mi diosa. Eres todo y todo lo que tú eres, es lo que yo amo.

El caballero volvió a mirar al Este. Sonrió y gritó,

-¡Espérame futuro! Llegaré a ti y no llegaré solo. Y si no quieres esperarme, no lo hagas. Te encontraré, te escondas donde te escondas. Porque el futuro no es de uno sino de dos y si cuando te veamos no nos gustas, ¡Ay de ti! Te cambiaremos, te inventaremos, te daremos forma, te pondremos la cara que más nos guste, te vestiremos cada vez que queramos, te renovaremos, te mataremos y te daremos vida. Porque has de saber que no somos marionetas de tu juego sino amos de tus hilos.

El jinete regresó la mirada al Norte y juró,

-¡Nilaia, mi dama, mi señora. Por ti soy y hasta ti llegaré!


J. G. B. - En algún momento de 2001

2 comentarios:

Andres Pons 23 de febrero de 2008, 20:51  

es un blog muy interesante tio.

Igner Eldar 25 de febrero de 2008, 1:59  

Gracias por tu visita Andres. Vuelve cuando quieras. Siempre serás bien recibido.

Un saludo.


¿Qué decir de mi? Aprendiz de todo y maestro de poco. Aquí os dejo una pequeña muestra de lo que soy. Leves retazos de lo que me llena y lo que me inspira. Lo demas, aquello que es obvio, lo descarto por no ser de especial interes, ni para mi, ni para los que por aquí se dejan caer.

Licencia