Beso cálido

La navaja cortó en seco el incipiente grito que surgía de su garganta. Los ojos, acuosos por las lágrimas, temblaron un instante y se entrecerraron. Escondiendo tras ellos, el horror y la agonía del inminente final. El cuello se dobló hacia atrás, lentamente, casi con parsimonia y dejó a la vista la terrible herida que la afilada hoja había abierto. Un estertor rugoso y grave, acompañó al último suspiro exhalado por los pulmones, mientras pequeñas burbujas de aire se arremolinaban sobre el cálido torrente sanguíneo que brotaba con cada latido. Los hombros, los brazos y el torso danzaron espasmódicamente unos segundos y después quedaron vencidos. Al tiempo, que numerosas gotas de sangre descendían irremediablemente por la tráquea cercenada.

La mano dejó caer la navaja. La figura observo complaciente el cuerpo caído frente a ella y se inclinó contemplativa y curiosa. Con la emoción expectante, con la agitación de la primera vez y con la tranquilidad nacida de la experiencia otorgada por la rutina repetida. Acercó su rostro hasta el cuello y aspiró el metálico aroma de la sangre. Lamió la herida y saboreo el denso y salado flujo vital. Después y como tantas otras veces, en un rito casi orgiástico, acercó los labios y besó la amplia y rojiza hendidura que se abría como una grotesca sonrisa irónica.

Un sencillo y cálido beso, para dar las gracias por aquel único e intenso momento.

J. G. B. - 18 de Marzo de 2008

El diario

A Nilaia, por existir.



Del saber antiguo mucho se ha hablado, más no por ello conocimiento mayor se tiene. Escrito está en los códices sagrados, que el hombre por su condición, poseerlo anhela. Empero, su búsqueda al fracaso está abocada. Pues así como arcana es la ciencia que el dicho saber encierra, inalcanzable es para los mortales que osan acercarse, el poder de comprenderla. Y solo les alcanza el entendimiento para su fin y castigo obtener. Ese es el destino y final de lo humano y mortal y cual lazo que a él lo atase, junto a él camina hasta el día del juicio final.

Anónimo




Aquel lunes había amanecido luminoso y despejado. Sin embargo, conforme el día había ido avanzando, el cielo se había cubierto de nubarrones cargados de lluvia, que ahora vaciaban su contenido sobre el estrecho camino vecinal por el que circulaba el viejo Ford Fiesta. El barro le impedía avanzar con comodidad y los continuos baches amenazaban con reventar los ya gastados amortiguadores del vehículo. A ambos lados del sendero y a través de la cortina de agua, se apreciaban algunos árboles desperdigados sobre la tierra, entre matojos y pastos.

El camino ascendía por una colina sobre la cual se asentaba una vieja casona decrépita, que parecía sostenerse en un precario equilibrio. El edificio de un color gris ceniciento, formaba un cuadrado irregular coronado por un oscuro tejado y algunas chimeneas derruidas. El camino finalizaba la ascensión a las mismas puertas del caserón y estaba flanqueado en su tramo final por terrenos que en el pasado pudieron ser jardines o huertos, pero que ahora no eran más que extensiones de piedra y maleza.

—¡Menudo negocio! —se dijo el joven— ¡Mi jefe tenía que estar borracho cuando pensó que de aquí se podía sacar algo de dinero!

Esa mañana, al llegar al trabajo en la inmobiliaria, le habían encargado que se ocupara de un asunto que desde un principio le había parecido aburrido. Ahora que se hallaba en el lugar en cuestión, veía definitivamente que no podía ser rentable. Había deseado pasarle la tarea a otro, pero al ser el agente más joven y más reciente de la Inmobiliaria Madrileña S.A., no podía permitirse esos lujos. Por lo que con su mejor ánimo se encaminó a inspeccionar, tasar y revisar la más reciente adquisición de la empresa.

—¡Una antigua mansión! Me dijeron. ¡Una vieja pila de piedras con barro y hierbajos, diría yo! —exclamó cada vez más cabreado.

Frenó el vehículo frente al edificio y encendió un cigarrillo. Aspiro el aroma con ansia y miró a la lluvia.

—¡Y encima está lloviendo! ¡Joder! ¡Me voy a poner hecho una sopa!

Apagó el cigarro y sin pensarlo dos veces, descendió del coche y se encaminó hacia la puerta a grandes zancadas. Una vez alcanzado el umbral, extrajo las pesadas llaves del bolsillo de la americana y las introdujo en la oxidada cerradura. Abrió la puerta con dificultad y un fuerte olor a moho y humedad acompañó el chirriante girar de los goznes.


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—¡Puajj! Esto debe llevar la pila de años cerrado.

Se introdujo en el interior y buscó a tientas un interruptor sobre la pared. Acto seguido, golpeó el aire al tiempo que maldecía.

—¡La ostia, si aquí no hay luz eléctrica! ¡Vaya día que llevo!

Se quedó junto al umbral mientras intentaba calmarse y recordó que en la guantera del coche guardaba una pequeña linterna de emergencia. Resignado con la idea de volver a mojarse, salió a la carrera hasta el vehículo y un minuto mas tarde estaba de regreso, más mojado que al principio.

Extrajo un nuevo cigarrillo del paquete. Lo encendió, y tras varias caladas procedió a examinar la sala donde se encontraba, a la luz de la linterna.

La habitación se hallaba cubierta de una espesa capa de polvo, lo que confirmaba su idea de que el lugar no era visitado desde hacía tiempo. En el suelo se apreciaban claramente sus pisadas y en algunos lugares se observaban amplias alfombras en las que difícilmente se podía distinguir el dibujo o el color original. El polvo había decorado toda la estancia con un único tono grisáceo, como si los colores hubieran desaparecido del lugar y ahora éste mostrase su rostro en blanco y negro.

Sobre las paredes podían observarse viejos muebles de madera desvencijada, que el tiempo y la humedad habían terminado arqueando. Una mesa central, cuadrada y de respetable tamaño se sostenía aún en pie. Sobre ella, un par de oxidados candelabros y un trozo de tela de lo que parecía ser un antiguo tapete, conferían a la sala un aspecto sobrio, puesto que salvo unas cuantas sillas y alguna bujía de gas, la estancia no contenía más mobiliario.

Al fondo de la misma se observaba una puerta de madera y a la derecha, adosada a la pared, se veía una escalera que ascendía a las habitaciones superiores. Meditó durante unos instantes que dirección tomar y decidió dejar la inspección del piso superior para más tarde. Cerró el portón tras de sí y se dirigió hacia la puerta e intentó abrirla, pero ésta no se movió ni un milímetro. Buscó entre el manojo de llaves alguna que pudiera corresponder a la cerradura y después de un rato, comprobó que cualquiera que fuese la llave que abría aquella puerta, no se encontraba entre las que le habían dado. Resignado, volvió sobre sus pasos y miró hacia las escaleras, al tiempo que suspiraba.

—Por lo menos, espero no tardar demasiado. Aquí no hay mucho que tasar por lo que veo. El terreno y poco más.

Mascullando sus propios pensamientos, inició el ascenso al primer piso. No había hecho mas que poner el pie en el primer escalón, cuando el crujido de la madera le advirtió de lo endeble de la construcción. Ascendió despacio, agarrado a la barandilla al tiempo que murmuraba.

—¡No, si solo faltaría que me rompiese la crisma!

Tras unos minutos de cauteloso ascenso, llegó arriba y pudo ver que un pasillo estrecho y oscuro se abría ante él. Avanzó recto sosteniendo en alto la linterna, al tiempo que examinaba las paredes y el suelo por el que caminaba, comprobando que en las estancias superiores la acumulación de polvo no era menor que en la sala de abajo. El pasillo no disponía de decoración alguna y ni un triste cuadro colgaba de las paredes. El suelo de madera estaba agrietado en algunas zonas y desfondado en algunos lugares, dejando ver de esta forma el empedrado que lo sostenía.

A lo largo del corredor se apreciaban dos puertas de madera. Una a cada lado. Y el inicio de unos peldaños al final del mismo. Comprobó que las puertas daban paso a sendas habitaciones, con camas, armarios, unas desgastadas alfombras e irreconocibles cortinas cubiertas de polvo y sin más valor que el que se podría conseguir vendiéndolas al peso. Todo muy antiguo, pero sin ese toque especial que distingue a los muebles clásicos. Esa solera que vuelve locos a los coleccionistas y que les lleva a pagar astronómicas sumas de dinero por obtenerlos. Todos los objetos que había visto eran ciertamente viejos, pero ninguno alcanzaría a tener más destino que ser vendido en el rastro de Madrid.

Eso era algo que no comprendía. Si la casa llevaba tiempo abandonada de cualquier cuidado y no había recibido la visita de nadie, hasta que su compañía la adquirió como parte de un lote mayor, ¿Cómo era que no albergaba en su interior algo que pudiera ser inequívocamente valioso? ¿Es que acaso los antiguos propietarios hubieron de deshacerse de los objetos de mayor valor por problemas económicos?

No era posible que alguien pudiera haber vivido allí desde hacía mucho. Realmente, ¿Desde cuándo no habitaba nadie el oscuro caserón? ¿Era tan viejo como parecía o solo aparentaba más antigüedad por la suciedad que lo cubría? Las bujías de gas daban una muestra de la edad del lugar. Antiguo era desde luego. Antiguo y oscuro, y las sombras que se extendían a la escueta luz de su linterna le conferían además una calidad siniestra. En ese momento fue consciente de otro hecho. El silencio que se hacia sentir dentro del lugar. ¿Es que acaso había dejado de llover?; porque ni siquiera escuchaba el rítmico gotear en el exterior. Quizá los muros de la construcción aislaban el sonido pero en ese momento le hubiera gustado estar lejos de allí, a kilómetros de distancia, sentado en algún cómodo bar tomando un refrescante Gin Tonic mientras fumaba un cigarrillo.

Sacudió la cabeza para despejar las ideas y decidió retomar el trabajo, recordando que en el pasillo había vislumbrado un tramo de escaleras sin revisar. Quizá después de todo, la parte más valiosa de todo el conjunto se hallase en el ático de la casa.

Caminó derecho hasta el final del corredor y se detuvo al comienzo de unos estrechos y empinados escalones de madera que subían hasta una pequeña puerta cuadrada. La escalera no disponía de barandilla, por lo que inició el ascenso con cuidado y apoyándose en las paredes. Una vez alcanzado el último peldaño observó que la puerta no tenía pomo o tirador alguno y que estaba entreabierta. Una oxidada cerradura con un desgastado pestillo se observaba al borde de la misma. Empujó la hoja de madera y penetró en lo que parecía ser un viejo ático.

El sonido de la gastada celosía golpeando en el marco de un viejo ventanuco de madera, fue lo primero que llamó su atención. Afuera, la tarde estaba cayendo y las sombras del anochecer comenzaban a hacer acto de presencia. Sorprendido por este hecho miró su reloj.

—¡La Virgen y Dios! Se me ha ido el santo al cielo. Debo darme prisa o saldré de aquí de noche. —exclamó sorprendido.

Echó un rápido vistazo a su alrededor y pudo observar que la habitación en la que ahora se encontraba era sin duda alguna, la más sucia, vacía y desvencijada de cuantas había visto hasta ahora. Una endeble mesa, una silla que parecía no poder soportar el peso de nadie y un baúl, era todo el escaso mobiliario que contenía el lugar donde ahora se encontraba.

—¡Un verdadero tesoro, vive Dios! —dijo en tono teatral al tiempo que hacía aspavientos con los brazos— ¡Mi jefe dará botes de alegría cuando reciba el informe! ¡Seguro que me ascienden! ¡Y me suben el sueldo! ¡Y me dan un despacho para mi solito, más grande y más bonito! ¡Y me ponen secretaria, chofer y un coche de la empresa! ¡Y me voy de vacaciones pagadas a Cancún! ¡Y.......... y una MIERDA! Eso es ¡Y una mierda! ¡Lo que van ha hacer es ponerme en la puta calle después de un informe como éste! ¡Seguro que dirán que es imposible que en esta re-que-te-ma-ra-vi-llo-sa-men-te-guay supermansión digna de Jacqueline Onassis, no haya un sin fin de objetos valiosos y obras de arte! ¡Que solo la jodida construcción ya debe valer un pico! ¡Y que solo un ignorante, inculto, tarado, estúpido e incompetente como yo, podía no darse cuenta! ¡JODER!

Absorto en sus cada vez más acalorados pensamientos no se percató de que el vendaval había aumentado en el exterior y que la celosía golpeaba con más fuerza sobre la ventana. Hasta el punto, de que rompió los cristales con un violento estruendo y el frío viento del atardecer penetró en la habitación provocando que la puerta del ático se cerrara con un sonoro portazo.
Asustado por la ventisca y el ruido, el joven miró primero a la ventana, luego a la puerta y por último a la cerradura y al inexistente tirador, y movido por el instinto se lanzó sobre el umbral. Forcejeó unos instantes hasta percatarse que la puerta se había cerrado de golpe y ahora era imposible abrirla desde dentro. Embistió con el hombro y la puerta resistió. Le propinó innumerables empujones y no consiguió sino terminar con el hombro entumecido. Se detuvo unos instantes y se masajeó el hombro, pasando la mano por sus cabellos en un intentó por poner orden dentro de su cabeza.

—¡Las llaves! —recordó a toda prisa.

Sacó el manojo de llaves del bolsillo y buscó entre todas ellas, una que pudiera acomodarse en el interior de la cerradura. Rápidamente localizó la que se ajustaba al tamaño adecuado. La introdujo en el hueco del cerrojo y la giró con fuerza. La llave trazó un arco de ciento ochenta grados y se quedó atascada sin completar la vuelta.

—¡MIERDA! —rugió el joven— Pero, ¿Qué coño pasa aquí? ¿Es que hoy me va a salir todo mal?

Agarró la llave con ambas manos e intento girarla sin que ésta se moviese ni un solo milímetro. Probó a sacarla de allí a base de forcejeos y tirones y lo único que consiguió fue lastimarse algún que otro dedo. Después de varios intentos más con el mismo resultado, optó por probar con la ventana de la buhardilla y comprobó con desesperación que era imposible descender desde esa altura, sin correr el riesgo de sufrir un accidente mortal. Caminó hasta el centro de la sala y cerrando los puños, maldijo su suerte.

En el viejo ático de la vieja casona se oyó un sonoro —¡ME CAGO EN LA LECHE, JODEEEEEERRRRR!—. Seguido de un golpe seco.

El baúl se desfondó de la patada y el cabreado joven caminó a trompicones debido al dolor de su pie derecho.

—¡SUS MUERTOS! ¡PUTO BAÚL! ¡LA MADRE QUE LO PARIO! —gritó dolorido mientras lanzaba miradas asesinas al destrozado mueble.

Caminó por la estancia mientras el dolor iba desapareciendo y tras varios minutos recobró la compostura. Decidió sentarse en la silla y ordenar sus ideas mientras encendía un nuevo cigarrillo. Después de todo, poco iba a conseguir con emprenderla a golpes con el mobiliario y en el mejor de los casos, lo único que podría lograr sería empeorar la situación, ya de por sí bastante caótica.

Tras varias caladas tomó el teléfono móvil para llamar a la oficina, con la esperanza de que aún hubiese alguien trabajando. No iba a ser agradable aguantar las bromas pesadas de sus compañeros, pero eso era preferible a pasar la noche en aquella casa, a la espera de que alguien se decidiese a venir a buscarlo.

Marcó el número del trabajo y esperó. Podía oír el timbre de la llamada y con el corazón cada vez más agitado rogó que alguien descolgara el auricular. Tras unos segundos que parecieron interminables, una voz sonó al otro lado. «Este es el contestador automático de la Inmobiliaria Madrileña S.A. Nuestro horario de atención al público es de...».

—¡Nooooo! —exclamó al oír la metálica grabación.

Dejó caer el teléfono sobre la mesa mientras agachaba la cabeza. Acto seguido volvió a cogerlo y marcó de nuevo. Espero más nervioso que la ocasión anterior. Apareció otra vez la grabación, colgó y llamó por tercera vez. Tras varios intentos infructuosos, soltó el móvil y comenzó a dar paseos por la habitación, de pared a pared.

En el exterior, la noche había hecho acto de presencia y la oscuridad lo cubría todo. En las sombras del ático, el joven, ensimismado en su propia desgracia no se había percatado de ello y continuaba paseando. Por fin se detuvo y miró a su alrededor. Su vista se había acomodado a la oscuridad, no obstante decidió acercarse a la mesa en donde aún permanecía encendida la linterna. Volvió a sentarse e intentó buscar una forma de solucionar la compleja situación en la que se encontraba. Tras varios minutos de reflexión cogió el teléfono con determinación y una sonrisa en los labios.

—¡Si soy más tonto, nazco de culo! ¿Para qué está la policía en estos casos? —se dijo algo más relajado.

La sonrisa no le duró mucho tiempo ya que al intentar marcar el 091 comprobó que el móvil no tenía cobertura. Miró la pantalla del teléfono con lentitud, con gesto inexpresivo, como si no entendiera lo que estaba pasando, como si aquello no fuera con él, y quizá por la tensión, los nervios o el cansancio, se echó a llorar.

Afuera la lluvia había cesado. En el silencio de la noche nada era visible. Ni un ruido, ni una imagen, nada se movía. Aislado en mitad de nadie sabía dónde, el joven lloró sin gemidos. Por fin se repuso y miró de nuevo el teléfono. Seguía sin cobertura. Sobreponiéndose a la situación y encendiendo otro cigarrillo, pensó.

—Bueno. A las malas, en cuanto tenga cobertura llamo a la policía, así sean las cuatro de la mañana. Y si no es posible, me echarán de menos en el trabajo y me vendrán a buscar. El caso es no ponerse nervioso y pasar el rato lo mejor que se pueda.

Y dicho esto, se levantó de la silla y comenzó a curiosear entorno suyo, para intentar ahuyentar el creciente miedo que iba haciendo presa en él.

Como la habitación estaba prácticamente vacía, dirigió su atención directamente al baúl al que un rato antes había golpeado. Debido a la patada, éste se había desfondado y podía observarse el contenido con facilidad. En su interior pudo encontrar un cirio amarillento de gran tamaño, el cual procedió a encender inmediatamente.

A pesar de los años la mecha ardió y en unos instantes el cuarto pareció cobrar vida. Apagó la linterna para no agotar las pilas y continuó el examen del baúl. Varios trozos de tela medio podridos, restos de papel, unas largas y viejas tijeras oxidadas y una bolsa de cuero marrón, fue todo lo que pudo encontrar.

Dejó las tijeras sobre la mesa y abrió la bolsa de cuero con curiosidad. Dentro y resguardado por ésta última, se hallaba un viejo libro de negras pastas de piel y hojas amarillentas, sucio y gastado. En la primera hoja se podía leer en arcaicas letras escritas a mano con tinta negra.

«Diario de Iñigo de Valdeaceas, boticario y estudioso del saber antiguo, en vigilias de pascua, en el año del señor de 1584.»

—¡La ostia! —exclamó el joven — ¿No me jodas que este libro es de 1584? Esto si que vale una pasta.

Ilusionado con la idea de haber encontrado un manuscrito original escrito de puño y letra de tal antigüedad, comenzó a hojear las páginas con una curiosidad creciente.

Al parecer, el libro era el diario de un tal Iñigo de Valdeaceas, de profesión boticario, en el que narraba ciertos aspectos de su vida, un tanto ocultos para sus conciudadanos. Y en los que se dedicaba al estudio de una ciencia a la que él llamaba «El saber antiguo», que parecía un compendio de magia, supersticiones y alquimia.

Multitud de páginas aparecían cubiertas de toscos dibujos, extraños símbolos, grafos y desconocidos alfabetos, diagramas, formulas matemáticas, calendarios y referencias a otros libros desconocidos para él. Por lo que se concentró únicamente en las que describían los curiosos quehaceres del no menos curioso boticario. Una de ellas elegida al azar decía así.

«En el día del señor del 22 de Diciembre de 1584.

Hoy en la mañana, vino maese Zacarías, pues tal y como prometiome, trajome los libros de oraciones que siendo escriba, había tenido a bien obsequiarme. No he de dejar de estudiarlos, pues siendo maese Zacarías un hombre de culto, a buen seguro se preste a discutir, alguno de los salmos que en ellos están contenidos.

En la comida, mostrose el ama Felipa, tan servicial como suele en estos menesteres y preparome un guiso de perdiz, regado con buen vino de rioja. Empero, más tarde no por menos, tras las copiosas viandas hube de tomar infusión de menta para reposar.

Atardecido el día, terminé la cataplasma para Don Pedro el alcalde, que vino a recoger un criado y que mucho empeño llevome preparar. A ver si así de esta guisa, se mitigan los dolores de pecho que le vienen acaeciendo cuando arrecia el frío.

Esta noche no creo poder avanzar en el estudio de mis tareas propias, mas no por eso dejaré de presentar mis respetos a mi señor. No vaya a ser que se enoje y no aparezca cuando a él yo llame y por el contrario mande a buscarme antes de tiempo, no estando yo preparado para tamaño reto y sin haber aclarado los salmos XI y XV del libro de iniciación.»

El texto continuaba varias páginas más en estos términos. Sin entrar claramente en la naturaleza de las actividades del boticario y sin describir claramente a qué se refería cuando hablaba de su señor. Entusiasmado con la idea de estar leyendo un texto con más de cuatrocientos años de antigüedad, continuó hojeando las páginas hasta llegar hasta un párrafo difícil de entender pero que rezaba algo así.

«Él es la verdad, él es la luz naciente de la oscuridad, él es el verdadero señor de lo creado, él es mi risa y el llanto de mis enemigos, él es mi riqueza y el brazo que despoja a los que me señalan, él es mi poder y la boca que deshonra a los que me mancillan, él es mi deseo y por su mirada la lascivia habita en las doncellas, él es mi señor y yo su siervo, pues a mi sirve si yo le aclamo. Y por el signo que ahora trazo tres veces y que ahora elevo a la noche y que quemo con el incienso bendecido y que entierro bajo la luna, digo:

Mi señor yo te sirvo.
Mi señor yo te adoro.
Mi señor yo te aclamo.
Mi señor yo te imploro.


Que este rito sea a bien de servir a tu magnificencia y por él me tengas en alta estima dentro de tus servidores.

(Repetir siete veces en los días de luna llena, mirando al oeste y junto a una hoguera, encendida con ramas de encina.)»

El texto parecía un conjuro que había que repetir en una fecha concreta y con un ritual específico, pero no aclaraba con qué resultados y sobre todo, a quién iba dirigido. Sin pensarlo dos veces y sintiéndose un poco payaso, se puso en pie y sosteniendo el libro frente a él recitó el párrafo con voz en falsete tantas veces como indicaba el libro, al tiempo que en cada ocasión miraba hacia una dirección diferente.

Al finalizar el acto, miró de soslayo a cada lado y con una sonrisa traviesa en los labios pensó:

—¡El poder, la riqueza y bellas doncellas! ¡Joder con el boticario! ¡No se conformaba con poco, el muy mamón! ¿Y dónde se encarga una cosa así? ¿Se puede pagar con la VISA?

Dejó el libro sobre la mesa y encendió otro cigarrillo. Miró su reloj y comprobó que eran casi las diez de la noche. Su estomago pedía a gritos algo de comida, pero lo único que el joven podía darle era alguna que otra dosis de nicotina. Echó un nuevo vistazo al móvil para percatarse de que seguía sin cobertura. Maldijo entre dientes su mala suerte y se acercó a la ventana del ático.

El viento que había amainado, apenas alcanzaba para remover ligeramente sus cabellos y en el exterior la oscuridad era tan profunda que no se distinguía forma alguna en las proximidades. Miró al cielo y observó que no se apreciaba ni una sola estrella. Las nubes que horas antes lo habían dejado empapado, debían cubrir por completo el trozo de firmamento al que dirigía su mirada y ni siquiera la luna hacía acto de presencia.

—La única luz en varios kilómetros debe ser la de esta vela —concluyó, mientras daba otra calada al pitillo—. Es irónico. Si cualquiera pasease por aquí esta noche, pensaría que alguien vive en esta casa. Estaría bien que algún alma, aunque fuera en pena, se acercara y me echara una mano.

Nada más murmurar con voz queda ese deseo, el viento se levantó de nuevo y entró por el ventanuco. Era un viento frío y húmedo y sin poder remediarlo un escalofrío recorrió su espalda. Abandonó su posición junto a la ventana y regresó a la mesa donde esperaba el libro.

Tiró la colilla al suelo y la aplastó con el pie. Tomó entre sus manos el viejo diario y continuó pasando páginas. Al cabo de un rato tropezó con otro párrafo en el que el tal Iñigo de Valdeaceas comentaba la visita de cierto pastor.

«En el día del señor del 3 de Febrero de 1585.

Transcribo y dejo de esta forma constancia de lo acontecido y relatado hoy, por un pastor de nombre Zacarías, que llegado a la plaza del pueblo y en presencia de varios vecinos relató, lo que dice haber visto en la madrugada cerca del lugar conocido como la quebrada.

Pues según de lo narrado por el dicho pastor, en las horas que preceden al alba de la noche de ayer y coincidiendo con la fiesta de la candela o candelaria, dice y jura que marchando con el rebaño de ovejas, las cuales lleva a pastar y mantiene y cuida por orden de su señor amo, oyó en las lindes de la loma que queda cerca de la quebrada, voces y gritos, juramentos y maledicencias que por boca de cristiano no saldrían. Y estando solo y no teniendo mas defensa y amparo que su cayado y su valor y la reala de perros que a él asisten, encomendó sus ruegos a nuestro señor Jesucristo y hacia el lugar en cuestión se encaminó.

Y dice según así jura, haber visto una gran hoguera y en derredor a varios encapuchados, que encurtidos de pieles de lobo, y con las manos y la cara pintados de sangre, danzaban y braceaban al ritmo de tímpanos y atabales, posesos todos ellos y con tal griterío que a buen seguro, la locura o Dios sabe qué blasfemia infernal, se habría aposentado en ellos tomando el lugar de su alma. Y dice así mismo, que oculto tras unos matojos y con el alma en un puño, vio como de un saco tomaban un gallo negro y allí mismo le cercenaban la cabeza y como de la sangre derramada todos se servían. Y según jura y perjura, esto que dice haber visto no puede ser sino una misa negra, porque de todos es sabido que en noche de candela, las brujas mediante actos de hechicería se reúnen con aquel al que sirven, y le ofrecen en sacrificio la sangre de algún inocente y si no hubiere tal, se coge un gallo o un gato, negro como boca de lobo y se le corta la cabeza y de la sangre se toma en una copa y se sacia la sed. Y entre gritos de lujuria y pintados con ungüentos se danza hasta el éxtasis y así transcurre la noche.

Y digo yo que el tal Zacarías algo de verdad dice, aunque por ser inculto y hombre de baja condición, no alcanza a comprender más allá de su corto entendimiento lo que sus ojos vieron.

Y jurándome que no dejaría sin estudio todo lo allí narrado, marché de la plaza y regresé a mi casa pues ya era tarde y muchos quehaceres me aguardaban.»

El texto que acababa de leer era bastante significativo por sí solo. Lo que el citado pastor había descrito era uno de los tradicionales aquelarres que antiguamente se suponía que las brujas celebraban en determinadas fechas del año, en lugares señalados para el caso y tan perseguidos por la iglesia.

—¡Brujería! ¡Esto se anima! —exclamó el joven al tiempo que se frotaba las manos por el creciente frío que entraba por la ventana.

Desvió la mirada hacía la puerta con una mueca de disgusto y al devolver la atención al libro, reparó en las tijeras que se encontraban sobre la mesa. Parecían tan antiguas como el diario del boticario e incluso puede que perteneciesen al tal Iñigo de Valdeaceas. Aún conservaban las puntas intactas por lo que una idea se abrió paso en su cerebro. ¿Por qué no usarlas como palanca en la cerradura? Sin dudarlo un instante se acercó a la puerta e introdujo una de las hojas por la grieta que formaba la madera y el marco. Acercó la punta hasta el pestillo y haciendo palanca apretó con fuerza.

Un sonoro crujido metálico se escuchó cuando la oxidada hoja se partió por la mitad, hiriendo la muñeca derecha del sorprendido joven.

—¡ME CAGO EN LA PUTA, JODER! —se quejó mientras se apretaba la zona herida con la otra mano.

Sacó un pañuelo del bolsillo y tras limpiar el hilillo de sangre que había manado del corte, lo anudó sobre la herida, protegiéndola.

—¡Qué día llevo! Al final se me infectará. ¿Qué más me pasará hoy?

No había terminado de formular la pregunta en voz alta, cuando como respuesta y debido al viento que penetraba por el ventanuco tras él, un débil crujido se escuchó en frente. Alzó la mirada angustiado y comprobó anonadado que la puerta del ático se balanceaba con lentitud.

—¡DE PUTA MADRE! ¡COJONUDO! ¡BIEEEENNNN! —exclamó el joven, dando botes de alegría al comprobar que su idea había funcionado.

Se acercó hasta la puerta y encendiendo la linterna que llevaba en el bolsillo. Descendió los escalones hasta el primer piso, olvidando en la buhardilla el libro y la vela encendida. Alcanzó el segundo tramo de escalones y bajó hasta el salón que daba acceso a la calle y al llegar hasta la puerta de salida introdujo su mano en la americana, buscando el manojo de llaves que abría el portón. Al no hallarlo donde esperaba encontrarlo, se quedó estático y recordó que las llaves aún colgaban en la cerradura de la puertezuela del ático.

—¡No me jodas! ¡No, si al final ya veras! —se repetía iracundo mientras ascendía de nuevo al ático saltando los escalones de dos en dos.

—¡Al final me como una mierda! —exclamaba mientras cruzaba a la carrera el pasillo que daba acceso a la escalera del desván.

Cuando entró de nuevo en la buhardilla, la luz del cirio lo recibió arrojando dantescas sombras que bailaban al ritmo del viento. El joven concentró toda su atención en la cerradura de la puertezuela y más exactamente en el manojo de llaves que colgaba de ella. Dio un fuerte tirón, pero la llave no salió. Agarró con fuerza la anilla que unía a todas las llaves y colocando una pierna sobre la madera a modo de palanca, tiró de ella hasta que el dolor en los dedos fue insoportable. Desistió de ese método y volvió a bajar hasta el salón de la planta baja, no sin antes haber propinado un par de patadas a la puerta. Cuando hubo llegado abajo, se lanzó inmediatamente sobre el portón estudiando un modo de abrirlo. Al no hallar forma alguna de salir al exterior, continuó dando patadas a todo lo que se ponía a su alcance. De un manotazo volcó un candelabro que reposaba sobre la mesa central, perdiendo al mismo tiempo la linterna, que terminó alumbrando un tramo de pared junto a una esquina. Allí, sólo, en la oscuridad del silencioso salón, permaneció de pie e inmóvil respirando agitadamente con los puños apretados.

Tras el acceso de furia, el joven se detuvo suspirando hondo. Se pasó la mano por la frente y reflexionó. Después de todo ya se había hecho a la idea de pasar allí la noche, y con destrozar el mobiliario no iba solucionar nada. Muy al contrario, lo más probable es que los destrozos ocasionados lo colocasen en una delicada situación ante sus superiores. Eso, sin contar que podría terminar más lastimado de lo que ya estaba.

Examinó de nuevo su reloj y se percató que había pasado más de media hora. Miró el teléfono y retiró la vista con un gesto de frustración. La temperatura había ido descendiendo paulatinamente y la americana que llevaba puesta no bastaba parta protegerlo, por lo que cogió la linterna y decidió buscar algo con lo que abrigarse.

Encaminó sus pasos hacia el ático y ascendió hasta el pasillo superior. Entró en una de las habitaciones y abrió el armario con la esperanza de encontrar una manta. Dentro no había nada y la colcha de la cama estaba tan sucia y roída que desistió de utilizarla. Entró en la otra habitación y probó suerte con el armario que quedaba. En su interior encontró un viejo camisón largo y un chal, que milagrosamente y resguardados del exterior, aún podían utilizarse. Haciendo caso omiso del desagradable olor a moho que los impregnaba, se enfundó el camisón y se colocó el chal sobre los hombros.

—¡Para hacerme una foto! —se dijo— ¡Estoy precioso!

Abandonó la habitación y se encaminó hacia la estrecha escalerilla que subía al ático. Fue entonces cuando escuchó el ruido.

Se quedo inmóvil, detenido, casi sin respirar, con el corazón latiendo desbocado. Había oído con diáfana claridad un portazo en sala de abajo.

Durante unos momentos el miedo lo dejó bloqueado, con la linterna colgando de su mano alumbrando un desgastado trozo del suelo del pasillo. Al instante reaccionó. Quizá después de todo alguien había venido a buscarlo o simplemente alguna persona extraviada había buscado refugio en la casa. Sin embargo, ese pensamiento no le proporcionó consuelo alguno. Al contrario, la idea de que un desconocido acabara de entrar en el recinto le causó más ansiedad. Recordaba perfectamente haber intentado, minutos antes, abrir la puerta por todos los medios. Y por otro lado, si alguien estaba en el interior de la casa, ¿Por qué ahora no se escuchaba el menor sonido? ¿Es que acaso el intruso no se había movido? Se imaginó a alguien allá abajo, erguido, quieto, acechante, una sombra entre las sombras, y la idea no le gustó.

Armándose de valor dio un paso al frente. Enfocó con la linterna el borde de las escaleras que descendían a la planta baja y dijo en voz alta.

—¡Oiga! ¿Hay alguien ahí?

El silencio fue la única respuesta que obtuvo. Avanzó nervioso hasta las escaleras y volvió a repetir la pregunta. No hubo respuesta. Enfocó hacia abajo con la linterna y el haz de luz barrió la estancia inferior. La mesa cuadrada seguía en el mismo sitio, con un candelabro en la misma posición y otro en el suelo. Nada parecía haber cambiado. Descendió los escalones con cuidado y el crujido de la madera resonó amplificado en el silencio de la noche. Llegó abajo y comprobó que nadie había entrado. No se observaba nada extraño. Las únicas pisadas en la capa de polvo del suelo eran las suyas. Meditó pensativo unos instantes y por último levantó la linterna lentamente hacia la puerta de madera que esa tarde no había podido abrir. La luz la alumbró de lleno y la pregunta que había comenzado a nacer en su mente quedó respondida. Seguía cerrada.

Se rascó la cabeza y encogiéndose de hombros se dijo que quizá había sido imaginación suya. Las casas viejas están pobladas de ruidos nocturnos después de todo. Dilataciones producidas por la temperatura, viejas cañerías que se obturan, etc. No obstante, la lógica de su propia afirmación no bastaba para eliminar completamente el temor que segundos antes había sentido. Ni siquiera percatarse del embarazo que hubiera supuesto explicar a nadie lo absurdo de su vestuario sirvió para tranquilizarlo. Ascendió hasta el piso superior y se dirigió hasta el ático con cierta aceleración. Después de todo allí había más luz y se sentiría más seguro.

Culminó la ascensión de la escalerilla y extrajo un pitillo del paquete de tabaco. Lo encendió con ansia y aspiro el fuerte aroma con deleite.

—Debo relajarme. No debo perder los nervios. Es normal estar asustado. Al fin y al cabo no se queda uno encerrado en una vieja casa todos los días.

Intentando no pensar en nada malo y con la intención de distraerse tomó de nuevo el diario y continuó con la lectura.

Las siguientes páginas del libro hacían referencia a distintas facetas del trabajo rutinario de un boticario. La administración de preparados a los enfermos, el cultivo de ciertas plantas medicinales, el estudio de ciertos síntomas y la correcta combinación de complejas sustancias que en pequeñas dosis aliviaban, pero que en elevadas proporciones resultaban ser potentes venenos. También existían anotaciones acerca de la economía de la botica, los morosos, pagos de impuestos y tributos, así como los envíos o recepciones de mercancía que periódicamente se sucedían. Tras un párrafo especialmente aburrido sobre las aplicaciones del laurel en determinadas dolencias, encontró una curiosa lista de productos que el boticario había adquirido de forma poco usual.

«En el día del señor del 22 de Abril de 1585.

Hoy en la noche vino a visitarme maese Lope el buhonero. Regresaba de Toledo y al pasar por el pueblo detuvose un momento en mi casa. Trajome aquello que yo le hube solicitado y como agradecido soy por el servicio, mande al ama Felipa le preparase algunas viandas para el camino, amen de pagarle con buenas monedas el trabajo que para mi hubo realizado. Tuvo a bien maese Lope antes de marcharse, traerme nuevas de la ciudad así como de los usos y costumbres del afamado gremio de boticarios que allí existe, así como algunas chanzas y novedades que corren de boca en boca. Y de algunas doy fe y ensalzo por el ingenio y la picaresca.

Entrada la noche y ya en la soledad de mi estudio, dime en cuerpo y alma a la comprobación de los ingredientes que le hube solicitado y que para mí había traído guardados en dos alforjas.

He aquí que anoto los nombres y las medidas.

Un cuartillo de hojas de amapola.
Dos bulbos de mandrágora.
La raíz seca del estramonio.
Dos cuencos de mirra y otro de incienso.
Media arroba de aceite bendecido.
Un frasco con los santos oleos.
Un saquito con barbas de lobo.
Otro con las de un chivo.

No habiéndole quedado más dinero del que le anticipé, la cera y los troncos de encina habré de encargarlos en otra ocasión.»

La lista de ingredientes era indudablemente sugerente. Algunos de los componentes eran completamente desconocidos para él y otros aparentemente eran inocuos. Sin embargo, había algunos incluidos en la lista, tan extraños y exóticos, que no pudo evitar una reacción repulsiva ante su sola mención. ¿Para qué querría el dichoso boticario las barbas de un lobo y de un chivo? ¿Es que acaso pretendía preparar alguna cocción con ellas? La sola idea de una olla de aceite burbujeante en la que flotaban pelos de un animal, le provocó una arcada que a duras penas pudo reprimir.

Encendió un nuevo pitillo para quitarse el mal sabor de boca y continuó el examen del diario. Avanzó varias páginas de tirón y tropezó de golpe con otro párrafo más interesante si cabe que el anterior. En éste, el sorprendente boticario relataba ciertas actividades emprendidas una noche de agosto entorno a un lugar citado con anterioridad en el diario.

«En el día del señor del 16 de Agosto de 1585.

Escribo aquí lo acontecido en la pasada noche, en el lugar conocido como la quebrada, al cual me dirigí a la puesta del sol, cargado mi jumento con lo necesario, tal y como de antemano había previsto y sin que alma alguna conociese el motivo. Escribo ahora y mi mano tiembla pues la angustia de lo que fui testigo aún permanece en mí y hasta los cabellos de mis sienes, blancos se han tornado de la impresión. Escribo y dejo escrito, para que si llegado el momento, algo me sucediese, nadie dude de donde proviene mi fatal destino y por qué no habrán de buscarme en lugar alguno. Pues si en verdad aquel al que temo mandara buscarme, ni las huestes de nuestro señor Rey podrían hallarme. Ni en la tierra, ni en el cielo y si por intercesión de nuestro verdadero señor, Jesucristo, encontrarme lograran, en un terrible lugar oscuro y siniestro sería. Colmado de dolor, ciego de angustia, tornada mi piel en cenicientas pústulas ensangrentadas, arrastrado por lodazales de inmundicias y perdida la esperanza. Y si así me hallasen, de rodillas sobre los muñones que por miembros sin duda tendría, clamaría e imploraría, con la voz que nace del alma, del alma que aún por gracia divina conservo, me dieran muerte y quemaran mi cuerpo y las cenizas de él resultantes, arrojasen al mar desde una colina. Y así de esta forma, pudiera descansar en paz y Dios en su infinito amor, pudiera perdonar a esta oveja descarriada que por el ansia de saber ha cometido el más vil de los pecados.

Es por ello que ahora escribo y dejo dicho aquello que hice y que me fue revelado.

Abandoné el solaz de mi hogar recién entrada la tarde cargando a lomos de mi asno dos alforjas en las que guardaba los ingredientes que más adelante me serían necesarios. Habiéndole dicho al ama Felipa que no preparase cena, pues me ponía en camino hacia Toledo, salí por la puerta del establo y sin tardanza encamine mis pasos hacia lontananza.

Pude alcanzar el lugar a la puesta del sol y no sin antes haber atado al animal al pie de una jara, prendí fuego a los troncos de encina que para tal menester había llevado conmigo. Dispuse del resto de los ingredientes tal y como se explica en el salmo XI del libro de iniciación y en el cuenco de barro que secretamente había llevado, mezclé el aceite bendecido con las barbas de chivo y de lobo y no sin antes haber añadido las hojas de amapola, preparé el ungüento que para más tarde me sería necesario.

Tome de la raíz del estramonio un trozo del tamaño adecuado y junto a un puñado de mirra y otro de incienso, al fuego los arrojé, entonando entretanto el cántico primero que precede a la llamada. Pronuncié las palabras prohibidas que abren el sello mientras caminaba en derredor de la hoguera y tras completar el salmo tres veces, alcé los ojos a la luna y con los brazos en cruz y las palmas en ofrecimiento pronuncié su nombre sin que sonido alguno brotase de mi pecho.

Permanecí así, hasta que un viento frío y húmedo envolviendo todo mi ser, arrastró matas y rastrojos y levanto lenguas de fuego de la hoguera.

El asno que había traído conmigo hubo de percibir algún olor o cosa similar en el aire, pues no hube terminado de reponerme de la impresión que acababa de recibir cuando el animal irrumpió en tal algarabía de rebuznos, coces y pataleos, que por todos los santos pareciese que una jauría de lobos se acercase a nosotros. Al poco se calmó lo suficiente y pude continuar con el rito. Con más miedo que resolución, empero dispuesto a llegar al final de la ceremonia.

La oscuridad era cerrada ya en vísperas de la medianoche cuando tomando el ungüento que con presteza había preparado, procedí a untarlo por mi rostro y mis manos. Desagradable era en extremo al contacto con la carne y frío también y un olor dulzón desprendía, que atontaba los sentidos.

Terminado de aplicarlo y sin tardanza pues ya la hora se acercaba, cogí de las alforjas que había traído las páginas que cautamente había preparado con los versos del salmo XV y entonando con voz fuerte y grave, recité las palabras que a mi presencia traerían a mi señor.

El frío viento arreció y la lumbre que a mis pies ardía pareció tornarse más oscura y hasta casi decirme algo, pues no por menos los crujidos y chirridos que de la encina al arder se desprendían, parecían sino voces que llamaban y clamaban por salir.

El asno volvió a cocear más espantado que a la vez anterior y con un quejido tan grande que mucho fue el temor que sentí, pues de un animal de Dios no es permisible que prorrumpan sonidos que no han sido así dispuestos, cayó muerto tan largo como era.

Quiso la mala fortuna, que mientras andaba yo atento a la muerte de mi vieja montura, de las llamas de la hoguera comenzará a salir una sombra que más oscura y tenebrosa que la misma noche, se plantó delante de mí y me miró.

La salud de la que gozo, me salvó sin duda de caer allí mismo fulminado por un vahído, mirando con los ojos desencajados y el corazón desbocado a aquello que ante mi presencia había aparecido. Y como la sombra no se movió ni por boca suya salió palabra alguna, atrevime con mucho temor a hablarle y dije así.

—¿Quién sois? ¿De donde venís y con que fin?

Como no obtuve respuesta, tercié de nuevo.

—A mi señor he llamado y ante mi una sombra tengo. Si sois aquel al que imploro, mostraos tal y como dicen las escrituras, si no, marchaos al lugar de donde vengáis, pues mi señor no tolera ofensas y a muy alto precio pagaréis la chanza de presentaros sin haber sido invocado.

De aquello que antes mis ojos se hallaba, brotó una risa queda que al poco era jocosa y ofensiva. Luego una voz se oyó.

—Tú me has llamado. Yo he venido. ¿Qué tienes para ofrecerme?

Temblando de agonía me arrodillé ante él y humilde respondí.

—Mi señor. ¿Sois vos? Solo soy un pobre siervo que ante vos se arrodilla y que os implora clemencia. Os he llamado como mandan los edictos del saber antiguo, para hacer un pacto con vos. Un pacto sellado. Un pacto de sangre.

La sombra no habló, pero se acercó ante mi presencia y dijo así.

—Yo no soy aquel al que esperas. El supremo amo y señor de todo lo creado no trata con inmundicias como tú. Ese trato está reservado para otros de los que mi amo se encapricha, para premiar o castigar. Arrodíllate sí. Arrodíllate ante mí, pues soy algo que tú no puedes entender. Algo que nace de ti y está en ti en todo momento. Algo que no conoces, pero que ha vivido contiguo desde el día de tu alumbramiento. Algo que todos los hombres anhelan pero que pocos tienen el valor y la osadía de buscar. Algo, a lo que si deseas puedes poner un nombre. Llámame Azrael. Pues así se me llamó en otros tiempos.

Habló así de esta forma durante un rato en el que permanecí de rodillas ante él, hasta que terminado su manifiesto, me hallé en condiciones de decir.

—Si no sois vos mi señor. ¿Sois acaso un lacayo, sirviente, emisario o adalid, enviado ante mi para tomar juramento antes de que mi señor aquí llegue?

El ser que ante mi había llegado, rió de buen grado y objetó.

—No, pobre infeliz, no soy nada de eso. Tus míseras plegarias solo alcanzan a llamar a tu presencia a algo como yo. En vano esperas que la suma magnificencia ante ti aparezca, pues tu alma no alcanza a valer más esfuerzo que el que ahora hago al escucharte. Solo yo, Azrael, he venido. Solo yo vendré. Y por oír tu llamada un pago habrás de darme. Algo que yo tomaré de ti. Algo que ante mis ojos sea apetecible, pues no en vano hasta aquí he venido y con las palmas vacías no regresaré.

Tal era la fuerza con la que expresó su mandato, que un infinito temor inundó el corazón de este pobre mortal. ¿Qué esperaba de mí? ¿Qué tomaría de mi ser? Los salmos que a bien había tenido de estudiar hasta grabarlos en mi memoria, prometían un pacto de sangre de igual a igual. ¿De dónde había emergido el tal Azrael? ¿Era acaso un espíritu demoníaco que pudiera haber escuchado desde el silencio mi llamada? ¿Es que pudiera yo haber equivocado el sentido de las escrituras o el cántico de la ceremonia? Andaba yo con estos pensamientos en mi cabeza cuando la criatura habló de nuevo.

—¿Y bien? ¿Cuál será mi recompensa? ¿Hablaras o habré de elegirla yo?

—Mi señor Azrael – dije por fin – En los textos sagrados del saber antiguo, se dice y comenta que por el regalo concedido y según la valía del mismo, se pudiera hacer el pago con moneda de distinto valor. Pero aún, por mi torpeza a buen seguro, no me habéis dicho el regalo que a bien habéis tenido en obsequiarme o si pudiera yo elegir entre algunos de los que fuera menester escoger.

La sombra permaneció callada y luego dijo.

—Escurridizo te tornas, cuando hace un instante de temor temblabas. Bien, te diré cual es tu regalo y que precio habrás de pagar. Te concederé el conocimiento de lo que está por venir, de lo que a vosotros os tiene reservado el mañana. Infelices que vivís creyendo que el futuro no está escrito y dispuesto, y que os solazáis en la creencia de que el destino no es un viejo cuervo que sobre vuestros hombros se asienta y os dirige en cada acto. Y como pago por ello, tomaré de ti la esencia de tu alma, la divina chispa que te hizo hombre y en ti habitaré y junto a ti caminaré. Durante un tiempo me solazaré en la desgracia ajena y con tus manos, que serán las mías, dispondré de lo que a mi se me apetezca, a mi antojo y a mi criterio y cuando harto decida de ti salir, tu vendrás conmigo al lugar del que yo vengo y allí me servirás en todo lo que yo te mande.

Y dicho esto y sin tardanza en un negro abrazo recogió mi cuerpo, hasta el punto que ni hoguera, ni monte, ni noche, ni nada que por antojo pudiera ser parecido, vieron mis ojos. Y un frío mortal inundó mi alma y una terrible voz tronaba en mi cabeza.

MIRA Y CONTEMPLA. MIRA Y SÁCIATE CON LO QUE ESTÁ POR VENIR.

Y en la oscuridad vi lo que llegará, pues como salido por boca del averno, vi el dolor y la angustia de los hombres en mil formas distintas. Pues muchas caras tenía el monstruo de cuyas fauces manaba dicho dolor. Y vi epidemias y enfermedades, pero no como las de nuestros tiempos, sino otras cuyos males no eran designio de dios, sino de los hombres y vi sangrientas guerras, pero no como las de antaño en nombre de Cristo o del Rey, sino otras cuyos emperadores y gobernantes y aquellos que las proclamaban, lo hacían movidos por la lujuria de un poder nuevo, de unas riquezas extrañas, en nombre de causas sin causa, de causas sin nombre. Y vi muertos. Tantos, que solo la tierra misma, toda ella tomada sin mesura, pudiera servir de camposanto a tamaña blasfemia. Y cada uno de los difuntos llevaba en la frente el nombre de su ejecutor y los nombres eran muchos. Infamia, lascivia, odio, envidia, olvido, hambre, esclavitud, enfermedad, perjurio, incesto, dolor, locura, rencor, desidia, avaricia. Y como cada uno de los difuntos aullaba su angustia con lamentos y estridencias, era tal la cacofonía de sonidos que hasta el mismo cielo parecía haber vuelto su mirada y haber olvidado a los que bajo él se arrastraban. Y vi la tierra elevarse en columnas de humo y ceniza y hendirse los mares en abismos de fuego. Y los que aún vivían andaban ciegos a los demás, presos de su sola presencia, caminando por caminos ya hollados, siguiendo la estela que otros ya habían dejado y que los llevaba a caer en las fauces de la monstruosidad de la que todo había nacido. Y como de las fauces de la bestia todo salía y a ella todo regresaba, el mundo mismo pareciera que sobre si mismo se doblase y en si mismo desapareciese, dejando tras de si la oscuridad sempiterna de la que había manado mi visión.

Recobré los sentidos aterido de frío a las primeras luces del alba y miré en derredor mío. La criatura había tenido a bien de regresar al oscuro redil del que había salido, pero antes de marcharse había dejado un presente obligado. A mis pies, cerca de mi persona, en el suelo sobre las hierbas secas, un pergamino escrito en lenguas que no conozco y que no quiero conocer, me había sido obsequiado.

Paréceme saber cual es el odioso significado del susodicho papel. El pergamino tiene mi nombre y espera mi firma. El pergamino es un pagaré. El precio por las visiones que me fueron dadas a conocer. El ser que a mi vino, me reclama ahora el pago. Me reclama ahora mi alma.»


Dejó caer el libro sobre la mesa y se recostó sobre la silla, anonadado por lo que acababa de leer. Un sudor frío le recorría la espalda y el viento que silbaba a través de la ventana contribuía a aumentar su nerviosismo. ¿Qué criatura era la que había acudido a la llamada del viejo boticario? ¿Qué visiones eran esas que la mente del tal Iñigo había vislumbrado? ¿Eran reales o solo producto de su imaginación? ¿Se hallaba el viejo hombre bajo los efectos de alguna droga? ¿Acaso no había preparado un extraño ungüento que había untado en su piel? Sin embargo, y por otro lado, las visiones eran nítidas y estaban cargadas de claras reminiscencias a hechos presentes. Enfermedades provocadas por el hombre, decía el texto. ¿Y es que acaso no se había demostrado que con los avances genéticos, un cúmulo de nuevas armas biológicas, virus y mutaciones habían sido expuestos a la humanidad? ¿No era cierto que debido a las grandes diferencias económicas entre las naciones y a la constante ingerencia de unos países en la política de otros más débiles, el mundo se encontraba plagado de guerras? Estaba demostrado que el control de la tecnología y la información equivalía a poder, a un poder mayor del que las armas pudieran otorgar. «Y vi la tierra elevarse en columnas de humo y ceniza y los mares hendirse en abismos de fuego» decía el viejo visionario. ¿Es que acaso no coincidía esa descripción con las consecuencias de un holocausto atómico?

Las afirmaciones del boticario eran demasiado sugerentes como para pasarlas por alto. No obstante le costaba creer que aquello pudiera ser cierto. ¿Cómo aceptar que mediante un ritual, del que se desprendía un tufo satánico a todas luces, pudiera adquirirse el conocimiento del futuro de la humanidad? ¿Existía realmente el Diablo o solo era un concepto moral? Durante toda su vida había permanecido incrédulo ante cualquier aspecto de la religión, hasta el punto de que se consideraba ateo. No obstante el contenido del diario, tan misterioso y al mismo tiempo tan real, había bastado para sembrar en él la semilla de la duda.

Allí solo. En el frío ático. A la tenue luz de una vela y rodeado de oscuridad, sintió que se le erizaba la piel y un escalofrío le hizo temblar. Se levantó de la silla y paseó lentamente, apoyando los pies con suavidad sobre el entarimado. No quería provocar ruidos innecesarios. Ruidos que pudieran sobresaltar su maltrecho ánimo. Ruidos que pudieran atraer la atención de algo sobre él. Definitivamente el miedo se había adueñado de él y aunque hubiera dado cualquier cosa por estar lejos de allí, en esos momentos no se atrevía ni a abandonar la desvencijada buhardilla en donde se encontraba. Fue consciente de ello y sincerándose consigo mismo se dijo.

—Esperare a mañana y en cuanto amanezca salgo de aquí, aunque sea por la ventana y aunque me rompa la crisma.

Extrajo el último cigarrillo del paquete de tabaco y lamentándose de sus calamidades, lo encendió con la misma llama de la vela. Sus manos temblaban ligeramente debido al frío y al miedo. Todo su cuerpo se hallaba tenso por los nervios y por su mente desfilaba un torbellino de imágenes, a cuál más tenebrosa. El terror había desbocado su imaginación y le impedía controlar sus propios pensamientos.

Fue entonces cuando recordó el incidente ocurrido minutos antes. Cuando creyó oír un portazo en la planta baja y resultó ser imaginación suya. La lectura del diario lo había predispuesto a imaginar cualquier cosa y ahora su mente le decía que aquél no era un hecho aislado. Que alguna extraña conexión unía el diario con las penurias que estaba viviendo. La extraña y vieja casa que parecía sacada de una película de terror. El oportuno golpe de viento que había roto los cristales y había atascado la puerta del ático. La no menos oportuna patada al baúl que había propiciado el descubrimiento del diario. El ruido en la sala inferior. La ingente cantidad de polvo que confería a todo el conjunto una antigüedad arcaica, como si la casa y su contenido hubieran permanecido inalterables desde hacía siglos hasta su llegada. Incluso la tosca y absurda vestimenta que ahora llevaba para combatir el frío. Todo ello parecía obedecer a un retorcido juego de azar en el que el papel de conejillo de indias o bufón, le hubiese sido asignado a su persona.

Se recolocó acomodó el chal sobre los hombros y se levantó de la silla nervioso. Caminó despacio de pared a pared, hasta que un sonido procedente de la planta inferior se dejó oír. El sonido, indeterminado, hosco y sugerente, desbocó su corazón que latió a toda velocidad y llenó de temores su mente.

Se dirigió de un salto hasta la puerta y abrió la hoja despacio, como si temiera descubrir lo que había al otro lado. La oscuridad del pasillo fue lo único que encontró. Enfocó con la linterna las dos puertas del piso inferior y caminando lentamente, bajó las escaleras. Se acercó despacio al umbral de su izquierda y alumbró en el interior de la habitación sin dejar de prestar atención a su espalda. Como esperando recibir un ataque por sorpresa. Después, repitió esa misma operación con el otro cuarto. Terminado el examen de ambas habitaciones dirigió sus pasos por tercera vez hacia el salón de abajo.

Iluminó el pasillo del primer piso y avanzó resueltamente hacia el siguiente tramo de escaleras. La piel de su cuello y de sus brazos se había erizado y su corazón latía a cada paso con más potencia. Llegó hasta el borde de las mismas y comenzó a bajar los peldaños de dos en dos, haciendo caso omiso del riesgo que eso suponía. Culminó el descenso y alumbrando el umbral que daba paso al exterior, enfocó aterrorizado el portón, pues alguien o algo golpeaba con frenesí la madera desde el exterior.

Los golpes se sucedían ininterrumpidamente, con saña, con furia, como si el responsable de lo mismos estuviera preso de un insano frenesí. El instinto le hizo retroceder. Aquello que golpeaba la puerta con tal violencia desprendía tal maldad, que podía sentirla en el aire y en su piel. Como si a través de las paredes pudiera filtrarse una leve cortina de humo, que daría paso a una terrible aparición en el momento en el que la puerta cediese. Y en su cerebro se clavó un pensamiento. «¡Huye! ¡Escóndete! Lo que está ahí afuera te ha olido y viene por ti». Sus músculos se tensaron y todo su cuerpo se convulsionó. Giró sobre sus pasos y otra oleada de pánico llegó hasta él. La otra puerta de la habitación, aquella que no había conseguido abrir, desprendía una leve fosforescencia blancoazulada, al tiempo que un intenso olor nauseabundo se dejaba sentir a su alrededor. La linterna cayó de su mano y él, quedó inmovilizado preso del miedo. Observó con los ojos desorbitados cómo la luz se hacía más intensa y pudo escuchar, intercaladas entre las furiosas embestidas, que el portón sufría tras él, unas voces que clamaban con gritos guturales y que procedían del otro lado del luminoso umbral. Sin poder soportar más la situación y lanzando un grito despavorido, se arrojó sobre las escaleras en un intento desesperado por huir.

La mala fortuna quiso que la madera de uno de los peldaños no aguantara más, y cuando casi había culminado la ascensión, perdió el equilibrio y con un alarido se derrumbó escaleras abajo. Rodó por los escalones golpeando su cuerpo repetidas veces, hasta que por fin alcanzó el duro suelo. Miró entonces, entre el lacerante dolor que sentía, un instante a la luz y después la oscuridad se aposentó en su mente.

Cuando más tarde abrió los ojos, pudo ver sobre su cabeza un enrejado de antiguas vigas de madera y comprobó, no sin cierto estupor, que se encontraba tirado en el suelo del viejo ático. Frente a él, levemente iluminado por la luz de la vela, se hallaba un viejo sentado en la única silla que había en la habitación. Un viejo que lo miraba con interés, con curiosidad casi científica, con una expresión de sorpresa y al mismo tiempo de sorna. Con una mirada cargada de ironía y una expresión picaresca en el semblante. Un viejo no muy alto, que apoyado en un viejo y oscuro bastón de madera, vestía una levita negra sobre un chaleco rojo granate. Que calzaba botas negras e iba enfundado en un pantalón negro también, de uno de cuyos bolsillos salía una cadena de oro que remataba en un curioso reloj, también de oro y que el viejo acariciaba.

El joven se incorporó con el cuerpo dolorido, al tiempo que el desconocido decía.

—Buenas noches mi joven amigo. Espero y deseo que no te encuentres dolido, por lo menos, no más de lo lógico. Esa caída tuya ha sido realmente espectacular y de caídas así, nada bueno puede sacarse. Nada bueno para el cuerpo se entiende. Aunque un organismo como el tuyo, joven y pletórico de vida, bien puede aguantar cosas más fuertes. ¿O me equivocó quizás?

El anciano había planteado la pregunta, sin emoción alguna, sabedor de que la respuesta era obviamente afirmativa. ¿Acaso no había sometido a su mente y su corazón a altas dosis de agitación en las últimas horas? El viejo no se había presentado a si mismo, por lo que el joven preguntó temeroso.

—¿Quién es usted?

El hombre no respondió inmediatamente. Mantuvo la mirada y sonrió. Acto seguido, y ladeando la cabeza en un gesto vago, como restando importancia a la cuestión, añadió.

—Tranquilo mi joven amigo. Deja tus temores a un lado. Quienquiera que yo sea, no te he causado mal alguno y ocasión he tenido. Te recuerdo que durante un tiempo estuviste inconsciente y a mi merced, y como puedes comprobar sigues intacto y de una pieza. Mi única intención es la de mantener una tranquila y pausada charla contigo y ver en qué puedo ayudarte.

El maltrecho joven se apoyó en la mesa y sin apartar la mirada del desconocido, procedió a interrogarle. No alcanzaba a comprender bajo qué circunstancias y en qué momento había llegado hasta él. Y en todo caso, el recuerdo de los angustiosos momentos que había vivido, seguía muy presente en su ánimo.

—¿Cuánto hace que está aquí? ¿Me ha subido usted hasta aquí arriba? ¿Vio algo extraño en algún momento?

Lanzó las preguntas de forma pausada, conforme aparecían en su mente. Y lo hizo en voz baja, con desconsuelo y sin fuerzas. Por algún extraño motivo intuía que la presencia del desconocido no suponía ninguna mejora en su situación. Incluso sospechaba que alguna macabra sorpresa le esperaba al final. Que la conversación que había iniciado estaba fuera de contexto y le deparaba problemas mayores.

El joven desplazó la mirada hasta la mesa y observó que ni el teléfono móvil ni el diario se encontraban ya sobre la misma. Miró cabizbajo su reloj y advirtió que se había detenido, que las manecillas habían dejado de girar exactamente a las doce en punto de la noche. Alzó el rostro y pregunto al anciano.

—¿Qué hora es?

El desconocido sonrió. Mantuvo sus ojos fijos en él y lentamente añadió.

—Veo que te preocupa el tiempo. El tiempo transcurrido. El tiempo que aún queda por pasar. ¡El tiempo! Ese curioso y ancestral concepto que los seres humanos atesoran con una mano y desperdician con la otra. ¿Sabes? El tiempo es como un reloj de arena que cuando vacía el último grano, finaliza la cuenta de todo. Es como la llama de esa vela de ahí detrás. Ahora luce, pero al final se apagará. Hay hombres que han considerado el tiempo como la vida misma. Otros afirmaban que era la muerte, que antes o después se muestra ante nosotros. Invariable. Imperturbable. Paciente en su espera. Lo cierto es que muy pocos se han atrevido a darle la vuelta a ese mágico reloj y volver a contar el principio desde el comienzo. —el viejo hizo una pausa y luego añadió– Y dime. ¿Te atreverías tú, a dar la vuelta al reloj?

—No comprendo sus palabras. ¿Es un acertijo? —respondió el joven.

—¿Acertijos? ¡Oh, no, por favor, mi cansado amigo! —corrigió el anciano con voz melosa— Sabes muy bien de lo que te hablo. El enigma que mis palabras encierran no es tal. Tú conoces el significado de mi presencia aquí y ahora, tal y como en sus tiempos lo supo Don Iñigo de Valdeaceas. ¡Ah, no pongas esa extraña cara! ¿Realmente te sorprende que te hable de mi viejo y querido amigo? Si tuviéramos más tiempo..., ¡Oh, perdón, he dicho tiempo! Me he expresado inadecuadamente. Harás el favor de disculparme, ¿Verdad? En realidad lo que quería decir era, que si dispusiésemos de un conjunto más amplio y numeroso de pequeños instantes, te hablaría del buen Iñigo y de lo fiel y leal siervo que fue y de... ¡Por todos los demonios! Noto por tu expresión que no te encuentras bien. ¿Puedo hacer algo por ti, mi querido amigo?

Mientras el desconocido hablaba sin parar, el joven había estado enlazando cabos extraídos de las palabras del viejo. El anciano decía conocer al boticario, pero eso era imposible dada la antigüedad del libro. Por otro lado el hombre afirmaba que el tal Iñigo había sido un fiel y leal siervo, de lo que se desprendía que aquel individuo que tenía delante había sido amo o señor del desafortunado autor del diario. ¿Cómo podía alguien vivir tantos años? Aquello tenía que ser forzosamente una pesada broma. Obviamente el anciano había leído el diario y ahora se aprovechaba de ello para asustarle. ¿Estaba rematadamente loco el viejo? Y lo que era más importante ¿Podía resultar peligroso?

Dudando entre transmitirle o no su incredulidad al hombre que le hablaba, cayó en la cuenta de otra cuestión más peliaguda. ¿A quién se refería el boticario cuando en el libro se expresaba con frases como «mi señor»? ¿No había supuesto que el ritual contenido en las páginas del diario era de tipo satánico? En ese caso, ¿No sería lógico pensar, que «el señor» al que se dirigía Don Iñigo de Valdeaceas, sería por tanto el mismísimo Demonio? Si así era, ¿Quién era el extraño tipo que tenía sentado frente a él? Un sudor frío empapó su frente y unas terribles náuseas se apoderaron de su estomago. Su rostro se volvió lívido y hubo de agarrarse a la mesa para no caer al suelo. Su mente le decía que abandonara la habitación, que no continuara allí ni un minuto más, pero sus piernas se negaban a obedecer.

El viejo seguía acariciando su extraño reloj y sonreía mostrando los dientes. Unos dientes pulcros, blancos, ligeramente puntiagudos, entornados por unos finos labios. Su rostro expresaba una ansiedad contenida. Sus ojos, con las pupilas dilatadas, permanecían clavados en él. Su mano derecha agarraba con tal fuerza el bastón de madera, que los nudillos se mostraban pálidos, sin sangre. De toda la figura del anciano emanaba una presencia que no le era desconocida. La había sentido con anterioridad. La había notado junto al portón de la casa antes de rodar por las escaleras. Y ahora sabía que quienquiera que fuese el ser que se mostraba ante él con cuerpo de hombre, no era de este mundo.

—¡No te acerques a mí! —balbuceó retrocediendo hasta la pared.

—Temes lo desconocido. Es natural. Está en la naturaleza del ser humano temer aquello que no conoce. Aunque la realidad es más cruda de lo que a primera vista parece, pues el origen del miedo radica en el deseo de poder y por tanto, todo lo que no es factible dominar causa temor. Nadie teme a una simple mariposa pues es fácil de aplastar, nadie teme a la arena pues sobre ella se camina, nadie teme a la luz pues un preciado bien es a los ojos de la humanidad. Y sin embargo, cualquiera de ellas puede traer el mayor de los infortunios sobre el ser humano. Tú me temes a mí y debo decir que haces bien.

El joven apretó la espalda contra la pared, en un intento desesperado por huir de las terribles palabras del anciano. Pero por alguna extraña y diabólica mutación en el ambiente, percibía que la propia habitación le empujaba hacía la siniestra figura. Como si el suelo se hubiese combado y se hubiese vuelto tan resbaladizo, que el propio peso de su cuerpo lo arrastrase a los pies de aquello que más temía. Sus rodillas se doblaron y cayó rendido sobre el suelo. Agarrándose las piernas con ambas manos, hundió la cabeza en el regazo sollozando.

—Veras mi incrédulo amigo. —continuó el desconocido— Hace un buen rato que te estoy observando. Concretamente desde que comenzaste a hojear las páginas del diario de Don Iñigo. Y debo reconocer que me he divertido bastante contigo. Fue una jocosa ocurrencia la tuya, la de recitar en voz alta los párrafos que encontraste en el libro. Te mostraste atrevido e irreverente, y fue por ello por lo que decidí hacerte una pequeña visita. Una visita de cortesía profesional. Digamos que me he encaprichado de ti.

La última frase del anciano, pronunciada con una suave y melosa voz, desato los nervios del asustado joven a cuya memoria vinieron las palabras leídas en el texto y que fueron pronunciadas por la sombra llamada Azrael.

«El supremo amo y señor de todo lo creado no trata con inmundicias como tú. Ese trato está reservado para otros de los que mi amo se encapricha, para premiar o castigar.»

¡El supremo amo y señor! ¡El Diablo en persona! Un grito desgarrador escapó de su garganta mientras el viejo comenzaba a reír frenéticamente, con los ojos desorbitados y con el cuerpo convulsionado. Reía con más fuerza cada vez, con sonoras carcajadas cargadas de furia, mientras la histeria se apoderaba del joven. Hasta que inesperadamente, los gritos de éste quedaron ahogados por el terrible vozarrón que surgió del viejo.

—¡YO SOY AQUEL DEL QUE NACEN TUS TEMORES Y TU ERES LA CARNE DE LA QUE ME ALIMENTO!

El viejo se levantó de la silla con dificultad. Su cuerpo había comenzado a hincharse y un intenso sudor recorría todo el rostro del anciano. El color de su piel se había vuelto blanquecino y en los ojos vueltos ya no se apreciaba el iris o la pupila. De su boca caían hilillos de baba y sus manos se habían agrietado hasta parecer garras sarmentosas. Dio un paso hasta la temblorosa figura acurrucada contra la pared y luego otro. Y mientras avanzaba lentamente, iba cambiando su forma hasta quedar tan solo en un tosco remedo de lo que minutos antes había sido un ser humano.

El joven temblaba de pánico mientras veía la terrible forma que se acercaba hasta él y aunque no le quedaban apenas fuerzas, se arrastró hacia la puerta en un último y postrero intento por huir. Arañó las tablas de madera con las uñas y apretó los dientes evitando mirar atrás, hasta que con un fuerte tirón algo le agarró de los pies. Giró el rostro aterrado y comprobó, perdidas las esperanzas, que una de las garras de la bestia había hecho presa en su pantalón y tiraba con fuerza, atrayéndolo.

El tenebroso ser que lo había capturado había dejado cualquier apariencia humana y los cambios de los que había sido testigo, se habían acentuado. La figura se erguía ahora en toda su altura. Tenía más de dos metros y una cabeza abombada de la que se había desprendido el pelo. Mostraba un par de ojos reptilianos y unas enormes y terribles fauces repletas de afilados colmillos. La ropa colgaba en jirones y a través de ella se apreciaba un poderoso torso cubierto de pelo. Las garras, poderosas como tenazas, eran el remate de unas largas y nudosas extremidades. Las piernas, curvadas como las de las cabras, se aposentaban sobre dos puntiagudas pezuñas malolientes.

El monstruo se inclinó sobre él y agarrándolo por el cuello, lo levantó. El joven sintió el fétido aliento de la bestia en su rostro y en un acto instintivo se orinó encima. Pudo notar el calor que se expandía por su entrepierna y sin poder evitarlo gimió y lloró, mientras colgaba como un pingajo de las poderosas garras de su captor. La oscura presencia lo miró detenidamente unos instantes y acto seguido sujetó la cabeza de su victima con ambas garras, mientras sus fauces babeaban.

El joven supo que iba a morir y que su muerte iba a ser horrible. Veía la maldad en los ojos de aquel ser mientras el hedor nauseabundo aturdía sus sentidos. Sus sienes latían con fuerza y el oxigeno llegaba con dificultad a sus pulmones, debido a los espasmos que sufría. Su respiración era entrecortada y sus músculos, ahora sin fuerzas, colgaban flácidos. El rostro de la bestia se acercó a él, al tiempo que sus fauces se abrían desmesuradamente. Pudo ver lentamente, cómo las filas de colmillos se acercaban a su cabeza y cómo su muerte estaba cada vez más cerca. Cerrando los ojos esperó resignado la dentellada final, mientras en su mente, la negrura más absoluta y el vacío más desalmado se abrían paso. Después sólo quedó el silencio.

Un silencio roto tan solo por los latidos de su corazón. El silencio que precede al final. El silencio oscuro del que nada emerge. El silencio vacío. Y en ese denso silencio que todo lo llenaba quedó preso durante una eternidad.

Después de un tiempo indeterminado, de un infinito conjunto de instantes, un sonido se elevó en ese vacío silencioso.

H… ..c. ..l...ja..

Un sonido que fue tomando cuerpo y forma y se elevó iluminando la negrura que lo rodeaba.

Ha.. ro.. .al…uja..

Un sonido que fugaz, al tiempo que lacerante, se desplegó a través de esa negrura hasta llegar hasta él.

Har. ro.. .allejuja..

Y cuando alcanzó su destino, el sonido se abrió y se extendió sobre el vacío llenándolo de color y de luz y se hizo nítido.

Hard rock hallelujah! Hard rock hallelujah!

Lordi, el grupo finlandés que había ganado la última edición del festival de Eurovisión, sonaba en la radio del despertador con su tema estrella «Hard Rock Halleluja». Las estridentes guitarras y los aullidos demoníacos del líder del grupo se sucedían, mientras el joven, con los ojos muy abiertos, sudoroso y totalmente confundido, miraba la lámpara del techo de su habitación tumbado sobre la cama. Así permaneció hasta que tras incorporarse de un salto, gritó:

—¡UNA PESADILLA! ¡UNA PESADILLA! ¡UNA PUTA, GUARRA Y JODIDA PESADILLA!

Cinco minutos más tarde, bajo la ducha y con el pijama aún puesto, el agua fría mojaba su rostro. Permaneció así durante media hora; sin moverse, mientras la limpia y cristalina agua iba borrando poco a poco los recuerdos de la terrible experiencia. Se afeitó entre sonrisas y bajó hasta su coche canturreando la canción que lo había despertado. Puso rumbo a la oficina y a diferencia de otras ocasiones, el infernal ruido del tráfico le pareció la más deliciosa de las vivencias. Ver caminar a la gente por las calles y observar la rutina diaria de multitud de personas que iban al trabajo, resultaban ahora pequeñas sorpresas cargadas de emoción. La luz del sol reflejada sobre el cristal de la ventanilla, parecía un guiño que la mañana le hacía al nuevo día.

De esa forma llegó a la oficina y saludando efusivamente a los compañeros, llegó hasta su mesa. Casi al mismo tiempo su jefe inmediato lo mandó llamar.

—¡Chico, vaya fin de semana que me he pegado! —decía sonriente el responsable de su sección—. Lo único malo de un fin de semana de muerte, es que luego llega el lunes. Debería estar prohibido que después del domingo viniese un lunes. Un miércoles o mejor un jueves. Eso no estaría mal, pero un lunes, ni loco. ¿Y tú qué tal lo has pasado?

El joven sonrió. «Un fin de semana de muerte» decía su jefe. La pesadilla que había tenido él si que era de muerte. Respondió que —bien, bien— y quedó a la espera de ver que era lo que el afortunado de su superior quería de él.

—Bueno, pues volviendo al trabajo, tengo para ti un encargo que puede venirte muy bien para hacerte un hueco en la oficina. Como eres el más novato de todos los que aquí trabajamos, te servirá de experiencia. Veras, se trata de tasar una propiedad ¡Vamos, pan comido! La casa en cuestión, porque es una casa lo que vas a tasar, ha sido comprada recientemente por la inmobiliaria y parece ser que tiene una pinta que te cagas para venderla después a algún ricachón de esos que le gustan las antigüedades. En pocas palabras, que se le puede sacar una pasta gansa. La casa está a las afueras de Madrid. Ahora después te daré un mapa, no sea que te pierdas. Y según parece, por lo que cuentan, debe estar repletita de objetos valiosos. El caso es que te vas a dar una vuelta hasta allí y le haces una tasación completa. Por cierto, te aconsejo que te lleves un paraguas, pues se ha empezado a nublar y no me extrañaría que lloviese. Y otra cosa más…

El joven, que había enmudecido escuchando las palabras de su jefe, miraba ahora por la ventana del despacho de su superior hacia la calle. Sin escuchar las indicaciones y los consejos que el responsable de sección le indicaba, observaba pálido y rendido hacia un semáforo que había en la acera opuesta. Junto a ella, un viejo no muy alto que vestía una chaqueta negra sobre un chaleco rojo granate, acariciaba un pequeño objeto metálico, mientras sonreía mirando la ventana del despacho donde él se hallaba.

Y en un postrero gesto, alzó la mano y saludó.

J. G. B. - Andujar, 4 de Diciembre de 2001.
Revisado y corregido en La Carolina, 11 de Octubre de 2006.

Luna de sangre

Io, la primera luna de Júpiter, destacaba con especial intensidad a través de la escotilla de la nave de salvamento. Su rojiza superficie, salpicada de volcanes, aún era visible pese a la distancia. Y aunque la luz del sol desaparecía poco a poco tras la curva línea del horizonte, la cercanía del gigantesco planeta confería a su cara visible un aura irreal.

Dentro de la nave y enfundado en su traje espacial, el único tripulante que la ocupaba, manipulaba nervioso los controles para posicionar el vehículo en una orbita, que le permitiese abandonar el campo gravitatorio del satélite natural. A través del cristal del casco, su rostro se mostraba desencajado y sudoroso, preso de un reciente temor. Y su mirada, saltaba constantemente del panel de mandos a la ventanilla por la que se observaba el astro del que había huido tan precipitadamente.

Las manos del piloto se movieron con destreza y tras pulsar varios botones y accionar alguna palanca, la secuencia de reorientación del vehículo se puso en marcha. Un minuto después y tras rotar ciento ochenta grados, la nave ajustó su dirección hacia unas coordenadas específicas a dos días de navegación. El curso hacia la estación de salto GANÍMEDES había sido programado en la memoria del ordenador principal, y tan sólo restaba esperar a que los paneles solares acumulasen la carga inicial, que activaría la fusión nuclear del motor principal para alcanzar la velocidad de crucero; necesaria para trasladar a la nave y su ocupante hasta un lugar seguro.

Mientras los dígitos de la cuenta a tras, saltaban en una rítmica secuencia sobre la pantalla, el piloto cerró los ojos y respiró hondo. En ese momento las imágenes de lo ocurrido en los dos últimos días acudieron a su memoria, y el recuerdo de los compañeros que no habían podido escapar junto a él, provocó en su ánimo un acceso de ira, que lo llevó a cerrar con furia los puños frente a él.

En su mente se agolparon multitud de preguntas, pero por encima de todas, se abrió paso una de ellas. ¿Qué había matado al resto de la tripulación?


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Cuando tres meses a tras, la UAC (Union Aerospace Company) reclamó sus servicios como segundo piloto en la primera expedición de investigación geológica en Io, no pudo imaginar el trágico resultado que les esperaba a todos ellos. En ninguno de los posibles escenarios propuestos por los analistas aparecía un desastre de esas dimensiones. Los planes de contingencia ante posibles eventualidades cubrían desde averías técnicas de grado menor, hasta el traslado urgente de posibles heridos hasta la estación de salto más cercana. Pero la posibilidad de muerte de alguno de los integrantes de la tripulación estaba descartada, dado el alto nivel tecnológico existente y la más que sobrada experiencia en viajes espaciales de todos ellos. De hecho todo había ido conforme a lo previsto. El viaje hasta Io fue efectuado sin problema alguno, el aterrizaje posterior y la instalación de las cámaras de sustento vital, necesarias para proveer de oxigeno y medios habitables al grupo expedicionario, se realizó con relativa facilidad. Los primeros exámenes “in situ” del satélite y los primeros análisis del material extraído, auguraron un éxito sin precedentes, dada la riqueza mineral constatada. Todo había ido según los planes hasta aquella mañana, cuando tras regresar de un vuelo rasante para obtener imágenes de la próxima zona de excavación, halló los cadáveres.

Sus manos aún temblaban al recordar lo sucedido y aunque en ese momento miles de kilómetros lo separaban del lugar de los hechos, el temor aún acudía en oleadas hasta su mente, inmovilizándolo frente a la pantalla. Porque no había sido el impacto de la muerte de sus compañeros, lo que le había hecho correr despavorido a través de las instalaciones hasta la pequeña nave de salvamento para huir de allí, sino el estado en que encontró los cuerpos. Víctimas de una inusitada violencia asesina.

Todo había comenzado a complicarse cuando perdió la comunicación con la base de operaciones. De repente y sin que existieran signos de avería alguna, nadie respondía a sus llamadas. Sencillamente, el silencio se había adueñado de la radio. Preocupado por ello, había decidido volver sin finalizar su trabajo completamente. Tras aterrizar en la base, comenzó a observar los primeros signos de que algo no iba bien. Algunos objetos aparecían caídos y destrozados. Varios paneles de observación habían sido derribados y en un par de accesos, la iluminación había desparecido. Extrañas manchas parduscas formadas por un desconocido material viscoso se encontraban dispersas por el suelo y las paredes, sobre las mesas y los objetos, y junto a ellas aparecían otras de color rojizo. Alguno de sus compañeros había dejado las huellas de sus botas al correr precipitadamente y éstas desparecían de repente, borradas por una mancha de mayor extensión. Tras recorrer el último tramo de un pasillo que comunicaba con una sala utilizada habitualmente como zona común, encontró al resto de los integrantes de la misión, o al menos encontró lo que quedaba de ellos. La visión fue tan impactante que durante varios segundos permaneció de pie, en silencio, observándolo todo inerte, con la mente vacía de cualquier pensamiento. Después y cuando su cerebro volvió a tomar el control de su cuerpo, tan solo gritó. Gritó una y otra vez. Gritó hasta que sus pulmones quedaron vacíos, hasta que su garganta no pudo más. Y luego corrió. Corrió sin mirar atrás. Sin importarle si entre aquellos trozos de carne y bajo los miembros sanguinolentos quedaba alguien con vida. Corrió sin dejar de gritar y aún lo siguió haciendo cuando la pequeña nave de salvamento se elevó hacia la oscuridad del firmamento, mientras las estrellas centelleaban a su alrededor.

¿Qué desconocida y monstruosa bestia podía haber provocado aquella carnicería? ¿Es que acaso existía vida en aquella tenebrosa luna en orbita a Júpiter? ¿A qué brutal y despiadado enemigo se habían enfrentado sus malogrados compañeros? Su mente no alcanzaba a dar forma a aquello que aguardaba oculto en algún lugar de Io, pero la sola idea de que pudiese haberlo encontrado frente a él, le hacía llorar de terror. Cerró los ojos y entonó una oración mientras la nave seguía su curso imparable.



Fuera de la cabina, una larga antena de varios metros y veinte centímetros de grosor, utilizada como boya de posicionamiento, sobresalía bajo el casco de acero. Agarrada a ella, una oscura y extraña forma se mantenía fuertemente sujeta. En la prominente protuberancia que la coronaba, un vidrioso globo ocular parpadeó dos veces y después se cerró. Acto seguido la forma se encorvó y tensó sus miembros preparándose para el largo viaje.


J. G. B. - Septiembre, 2007

Nilaia

El sol abrasador castigaba fieramente a las dos figuras que avanzaban pesadamente por la llanura. El orbe parecía sonreír con ironía mientras frenaba el avance del caballo y la llanura desierta de vida, se hacia eco del lamento, de la ausencia y la soledad.

El animal avanzaba lentamente, con un andar pesado, resignado, con la seguridad que nace del dolor conocido. Tropezaba a cada instante y aunque parecía tan débil que podía derrumbarse de un momento a otro, continuaba caminando, obstinadamente, buscando quizá el final del camino para detenerse y descansar, para no sentir más la carga que llevaba.

Sobre la montura, un viejo caballero se mantenía encorvado. Agarraba las riendas de su corcel con fuerza, con manos sarmentosas y con la espalda doblada por el peso del hastío. El pelo enmarañado le caía sobre la frente surcada de arrugas, los ojos tristes de mirada perdida, la respiración lenta, los labios apretados. El sudor bañaba su cuerpo y el dolor y el cansancio recorrían cada una de las fibras de su piel. Pero hacía tanto tiempo que ambos eran compañeros de viaje, que se había acostumbrado a su presencia.

El caballo volvió a tropezar y el jinete detuvo el paso. El animal se mantuvo inmóvil mientras el calor envolvía su piel. Las crines caían sobre su cuello cubiertas de polvo y sus patas temblaban por el cansancio. Agachó la frente, rendido por el penetrante sol y esperó a que su señor decidiera.

El caballero se enderezó con esfuerzo sobre la silla. La vieja y gastada armadura pesaba demasiado. La llevaba desde hacía tanto que se había convertido en su segunda piel y aunque lo había defendido en incontables batallas, algunas veces anhelaba desprenderse de ella y liberarse de su opresión. La espada colgaba de su cinto. Era larga y afilada, pero las huellas del tiempo habían dejado su marca y en algunos lugares la herrumbre y el desgaste se apreciaban profundamente. Antaño había brillado, había deslumbrado a sus enemigos, había sido temida. Engarzada de luz y adornada de gloria, había sido levantada tantas veces que su solo nombre causaba respeto. Ahora, la apatía, el hastío y el tiempo la habían apagado y raras veces era desenfundada.

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El jinete miró al animal, acarició sus crines y percibió el cansancio del caballo, tan parecido al suyo. Hacía tanto tiempo que estaban juntos que no recordaba una vida sin su corcel, como si al nacer ya hubiesen sido uno. Como si jinete y montura formaran un único ser que se complementase y se comprendiese. Con el que poder hablar en la oscuridad de la noche, en la soledad compartida. Con el que llorar o reír, con el que compartir sueños y esperanzas, con el que vivir, aunque nunca se obtuviese una respuesta. Alguien tan afín que mirarlo y hablarle equivaldría a verse reflejado, como si de un espejo se tratase.

El jinete miró ahora a un lado, al Oeste. La llanura se extendía ininterrumpidamente hasta alcanzar los pies de unas cumbres lejanas, oscuras, calladas, amenazantes bajo un cielo gris. Las nubes que cubrían el Oeste eran negras, densas y asfixiantes. Él las conocía muy bien, no en vano había vivido allí. Eran su pasado.

Un pasado preñado de derrotas gloriosas, de victorias calladas, de luchas sin causas, de causas no seguidas y de vidas perdidas. Porque perdidas son las vidas que no se viven. Un pasado de sueños soñados, de ilusiones dormidas, de visiones de futuro, de un futuro que no llega. De lamentos llorados, de risas oprimidas, de cantos sin voz, de voces que no cantan, de almas buscadas y de la traición encontrada. Un pasado en definitiva, que había marcado su mirada y había hecho florecer las nieves en su cabello.

Un pasado colmado del dolor propio y ajeno, del que se siente en la propia carne, del que se sufre en el alma propia. El que nace de la agonía del ser querido y que penetra muy dentro del corazón. Aliado de la impotencia, compañero de la soledad, amante del desengaño, hijo del lamento, hermano incestuoso de la envidia, padre de la resignación.

Un pasado que le había negado el derecho a ser él mismo. Un pasado que le había robado preciosos instantes y que como avaro, le había cobrado un alto precio por escasos momentos de felicidad. Un pasado que se resistía a ser olvidado.

Una visión fugaz cruzó la mente del viejo luchador y durante un instante, recordó imágenes pasadas, risas y alegrías compartidas, caras ya olvidadas. Como retazos de una vieja historia en boca de un trovador, se vió a sí mismo en antiguas andanzas, cuando aún el soñar no era una libertad olvidada por el destino. Cuando el mundo de los hombres aún no había impuesto sus frías garras sobre él. Cuando las normas y las leyes aún estaban engañosamente adornadas con el velo de la justicia. Cuando la libertad era un preciado sueño que al ser amado, daba a luz infinitas semillas, cuyos nombres sonaban hermosos al oído del alma. Amistad, Lealtad, Comprensión, Solidaridad, Compasión, Amor. Pero que al madurar tornaban sus nombres por otros más oscuros y fríos. Enemistad, Traición, Intolerancia, Indiferencia, Avaricia, Odio.

Recordó y el recuerdo fue amargo porque amargo es el pensamiento de lo que pudo ser y no fue. Amargo como el sabor de la desesperanza, del error repetido, de la puñalada amiga, de la victoria en soledad, de un adiós compartido, de un amigo que se va.

Miró de nuevo a su caballo y sonrió. Con la sonrisa sarcástica que nace del desengaño. Cerró los ojos y aspiró hondo. Musitó un nombre para sus adentros y se irguió sobre la silla. Endureció su mirada, al tiempo que agarraba las riendas y se decía “Bien viejo amigo, es hora de continuar, el destino, tú y yo.”. El caballo alzó la cabeza y piafó, y el jinete respondió “Cierto amigo, cierto. Ante la adversidad, Rebelión”. Espoleó a su montura y el corcel inició el trote.

Ahora el caballero sonreía. Miraba al Este.

El Este. Mágico lugar aún no hollado. Deseado con impaciencia. Amado sin ser conocido. Esperado con ansiedad. Vivido solo en los sueños. Un luminoso y cálido cielo de color azul lo esperaba allí. El Este. El futuro.

Pero no, aún no. Aunque su alma era llamada con insistencia, aún no podía emprender ese viaje. No en soledad. No desde que un sueño se elevó por encima del resto y anido en su corazón. No desde que su alma inquieta quedase presa de unos ojos, de una voz. No desde que una alegría antigua, casi olvidada, viniese de nuevo a habitar en él. No desde que el destino, entretenido jugando con el azar, olvidase fustigar la existencia de aquel simple hombre. No sin Nilaia.

-Nilaia, mi dulce Nilaia. -Musitó como en una plegaria.

Siguió recto sobre la llanura, con la mirada puesta al Norte. Ese Norte al que siempre se dirigía, pero que esquivo como la luna entre las hojas de un árbol, se resistía a ser alcanzado.

Avanzó presto, sin prisa pero sin pausa. Sabedor de que el destino burlón podía en cualquier momento volver a posar la mirada sobre él y cruel como sabía serlo, confundir sus pasos e impedir alcanzar lo que tanto amaba.

-Nilaia -se dijo-, te amo. Allá donde te encuentres, me reuniré contigo. Así tuviera que cruzar el valle de los lamentos, avanzar por los senderos del dolor, navegar por los mares de la oscuridad, escalar las cumbres de la desesperación o vagar por las grutas del tormento. Aunque todas las hordas del infierno viniesen tras de mi, nada me impediría volver a ver la luz de tus ojos, nada impediría que te tomase de la mano y te mirase, nada me impediría estar a tu lado.

Ante el recuerdo de su amada se irguió aún más en la silla, la mirada serena, el porte orgulloso. El caballo levantó el cuello y relinchó. Y el sonido se extendió ensalzando el pensamiento del jinete. “Nilaia”.

El corcel avanzaba ahora ligero, como un joven alazán brioso. El caballero, sobre la montura, con la luz de su pasión en los ojos, el nombre de su dama en los labios y el rostro de su princesa en la mente, cabalgaba sin temor.

-Nilaia, mi dulce Nilaia, llegaste a mí como el embriagador aroma del vino. Como la luz del sol entre las nubes. Como la brisa a la orilla del mar. Como el roció al amanecer. Como el calor de una hoguera en el invierno. Como la primavera tras las nieves. Casi sin darme cuenta. Eres mi dama, mi señora, mi princesa, mi reina, mi hada, mi diosa. Eres todo y todo lo que tú eres, es lo que yo amo.

El caballero volvió a mirar al Este. Sonrió y gritó,

-¡Espérame futuro! Llegaré a ti y no llegaré solo. Y si no quieres esperarme, no lo hagas. Te encontraré, te escondas donde te escondas. Porque el futuro no es de uno sino de dos y si cuando te veamos no nos gustas, ¡Ay de ti! Te cambiaremos, te inventaremos, te daremos forma, te pondremos la cara que más nos guste, te vestiremos cada vez que queramos, te renovaremos, te mataremos y te daremos vida. Porque has de saber que no somos marionetas de tu juego sino amos de tus hilos.

El jinete regresó la mirada al Norte y juró,

-¡Nilaia, mi dama, mi señora. Por ti soy y hasta ti llegaré!


J. G. B. - En algún momento de 2001

Melinda "zanahoria"

Melinda parpadeó una vez y la luna se volvió rosa. Parpadeó una segunda vez y a la brillante superficie del astro le salieron lunares verdes. En la tercera ocasión, una amplia sonrisa se dibujó en la cara visible del satélite. Tan amplia como la que mostraba el rostro de la señorita Beaumont, al comprobar lo avanzada que la pequeña se encontraba en el uso de la magia gesticular.

—Espero que hayáis prestado atención —Dijo la profesora al resto de la clase. Y a continuación agregó—. Deberíais aprender de Melinda en lugar de perder el tiempo con juegos tontos e inútiles.

Esa última frase la había pronunciado con especial énfasis, dirigiendo una mirada reprobatoria hacia la figura de Nicolás; el más torpe y haragán de todos los estudiantes que asistían a su clase.

—Para mañana quiero que os estudies la fórmula magistral para llamar a la lluvia. Y quiero que os la sepáis de memoria. Sílaba a sílaba. No quiero errores a la hora de entonar el cántico.

A su memoria vinieron las imágenes de la última ocasión en que intento enseñar a un grupo de alumnos el uso de la citada fórmula, y del terrible tornado que fue desatado por error.

—De hecho y para aprovechar el tiempo, vamos a dedicar la última media hora de la clase a leer el capítulo en cuestión. Abrid el libro de magia por la página 143 y comenzad a leer en silencio.

Todos los alumnos obedecieron a regañadientes y se pusieron manos a la obra con desgana. Todos menos Melinda, que con una pícara sonrisa en los labios dejó pasar las páginas del libro hasta llegar a la indicada y leyó vorazmente el contenido de la misma. Segundos después cerró el grueso tratado de magia y entornando los ojos memorizó las palabras que formaban el cántico. Cuando poco después los abrió, un ligero pero perceptible brillo emanaba de las pupilas de sus profundos ojos verdes. La señorita Beaumont, que no había quitado ojo a sus ademanes en todo momento, no pudo evitar sentir un leve temblor. Pues supo instintivamente que su joven alumna había comprendido en un instante la naturaleza de la fórmula y su modo de uso. Y aquello le provocó un sentimiento de envidia y admiración.

Envidia, porque la pequeña pelirroja a la que sus compañeros de clase llamaban “zanahoria” por el color de su pelo, tenía un poder innato para la magia. Y admiración, porque si a tan joven edad ya era capaz de comprender y controlar sus poderes, qué no lograría cuando alcanzase la edad adulta.

Sólo el tiempo lo diría, pero en aquel momento la señorita Beaumont supo que se encontraba frente a la que habría de ser, una de las más grandes entre todas las brujas.

J. G. B. - Octubre, 2007


¿Qué decir de mi? Aprendiz de todo y maestro de poco. Aquí os dejo una pequeña muestra de lo que soy. Leves retazos de lo que me llena y lo que me inspira. Lo demas, aquello que es obvio, lo descarto por no ser de especial interes, ni para mi, ni para los que por aquí se dejan caer.

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